A veces, una buena media página
salva un libro; a veces, me decía hace poco Pablo Anadón, lo salva un adjetivo.
Al adjetivo lo advertirá el lector sin mi ayuda, apenas concluya el segundo
párrafo de la media página que voy a copiar. Al libro me lo recomendó un amigo
y me lo consiguió mi hermano Guillermo en Madrid. Es de Juan Ramón Jiménez y se
titula Mi Rubén Darío. En realidad,
el libro no es de Juan Ramón Jiménez; es una compilación de textos que ilustran
el vínculo entre Juan Ramón y Rubén, con todos los aledaños que se puedan
pedir, como para lograr el grosor que justifique un libro. Este, por otra
parte, está pulcramente editado y bien prologado; es sin duda un bello objeto; uno
empieza a leerlo y ve que un buen número de páginas (cuarenta y dos) se ha
destinado a reunir todas las poesías que Rubén Darío dedicó a España, a sus
lugares, a sus poetas, a su destino... Poesías que se encuentran en cualquier
edición normal de la obra poética de Rubén Darío e incluso en las antologías.
Uno piensa enseguida: no hacía falta. Con alguna decepción ya inocultable, sigo
leyendo y encuentro cartas de Rubén a Juan Ramón, respuestas de Juan Ramón a
Rubén, argumentos a favor y en contra a una estatua de Rubén Darío en Madrid...
Algunas de esas cartas son apenas algo más que cortesías, y en realidad ninguna
revela algo que pueda sorprender ni menos maravillar, aunque es siempre
interesante y estimulante respirar a través de cartas un perfume de época, y no
sé, el aliento de aquella amistad entre dos hombres ilustres y más o menos
locos, cada uno a su manera. “Ciego de ensueño y loco de armonía”, se definía a
sí mismo Rubén. Así prosigue mi lectura, hasta llegar a esta media página, que
Juan Ramón publicó en su columna “Glosario del mes”, de la revista Helios, en marzo de 1904:
Rubén Darío
ha estado en Madrid. Es lamentable el silencio de la prensa. Los periodistas ‒que todo lo saben‒
han debido
saber o adivinar que Rubén Darío estaba en Madrid. Cuando vienen y se van
tantos príncipes ignorantes y tantas princesas sin ritmo, los que leen los
periódicos tienen buen pasto real. Cuando viene un poeta, un gran poeta... ¿es
que se callan de emoción? Claro está que a Rubén Darío no le quita el sueño la
prensa de Madrid. Todo su mérito lo lleva dentro de su mismo corazón.
La gente
sigue ignorando quién es Rubén Darío. Rubén Darío es el poeta más grande que
hoy tiene España. ‒Grande en todos los sentidos, aun en el de poeta
menor‒. Desde Zorrilla nadie ha cantado de esa manera. Y aun el mismo
Zorrilla abusaba de las notas gordas. Este maestro moderno es genial, es
grande, es íntimo, es musical, es exquisito, es atormentado, es diamantino.
Tiene rosas de la primavera de Hugo, violetas de Bécquer, flautas de Verlaine,
y su corazón español. Vosotros no sabéis, imbéciles, cómo canta este poeta.
En la sombra
de una de estas noches, ha sonado en Madrid su voz, y su voz decía palabras
nuevas, versos divinos, sobrenaturales, versos de auroras y mujeres, cosas
sutiles y fragantes. Pero es su voz, es su voz la que sabe cantar sus
canciones; su boca tiene la nota con que cada palabra ha nacido, el matiz de
cada medio tono, esa dulzura de las flores, esa lenta sonoridad, esa
elegancia...
El maestro
ha estado entre nosotros.
Es muy natural sentir alguna envidia
de quienes vivieron para oír recitar a Rubén Darío; la descripción que hace
Juan Ramón nos la hace sentir. Uno se pregunta por qué a nadie se le ocurrió
grabar para nosotros esa voz única (todas las voces son únicas, pero esa...),
si el gramófono existía desde 1887. La página es vibrante, la emoción lírica y
la ira desde el principio pugnan por explotar hasta que claramente explotan.
Porque sinceramente, ¡qué imbéciles aquellos que tuvieron en su tiempo a Rubén
Darío y lo dejaron pasar, para atender en cambio a los imbéciles príncipes y
princesas, no necesariamente de sangre azul, de que el mundo está tan lleno, y
que no nos dan nada a cambio de sus imbéciles privilegios! El lector ya estará
recordando aquella famosa réplica de Beethoven al príncipe Lichnovsky:
“Príncipes hay y habrá muchos, pero Beethoven hay uno solo”. Y sí: Rubén Darío
sólo hubo uno. Y nosotros ahora lo tenemos también y podemos oírlo, porque la
voz de un poeta no es ya una voz humana de ser viviente que anda por el
planeta, respirando, viajando, bebiendo, transpirando, sino la quintaesencia de
una voz, la idealidad de la palabra que se oye con los ojos, como aseguraba
Quevedo, y vive para siempre. Nosotros también lo tenemos y lo sentimos también
un maestro...
Pablo Anadón y yo hemos pasado tres
días con sus noches conversando sobre la vida y la poesía, en tres o cuatro
bares de Córdoba, en medio de una primavera casi escandalosa de linda. Pablo me
entregó y dedicó un ejemplar de su flamante libro Hostal Hispania, colmado de alta poesía trágica. A punto de
emprender el regreso, me quedé pensando en la frase final del texto de Juan
Ramón, y en el hecho de que el orgulloso andaluz considerase un maestro a su ilustre
amigo, que ciertamente era unos quince años mayor que él. En su libro sobre los
maestros, dice Steiner que hoy es difícil que alguien acepte ese título sin
sonrojarse, salvo que sea director de orquesta o que tenga a su cargo un curso de
niños. Entre los poetas no existe hoy ya el magisterio. No existía tampoco, me
parece, en los tiempos de Virgilio y de Horacio; el segundo afirmaba no estar
inclinado a jurar sobre la palabra de maestro ninguno: nullius addictus iurare in verba magistri. Existe a cambio, siempre,
algo mejor, que también podemos encontrar en Rubén Darío y en Horacio y acaso,
de vez en cuando, en el propio Juan Ramón. Quiero decir que hay algo obviamente
mejor, y filosóficamente más raro, que tener para la vida y para la poesía un maestro, y es
tener un amigo.
21 de noviembre de 2017