Hija mía
Un retazo de cielo me ha caído en los brazos.
¿Qué voy a hacer, Dios mío? Y es más: es todo el cielo
lo que llevo en los brazos. Y yo soy tan terrestre
que no comprendo cómo puede caber el cielo
todo entero en mis brazos, cómo puede caber
el firmamento entero en los brazos de un hombre,
con todas sus estrellas, con su luna y su día,
con su azul y sus nubes pasajeras del viento,
con su silencio antiguo de galaxias que nacen
y universos que rotan.
Dios mío, es tan inmensa la dicha que me nace
de tenerla en los brazos, que se derrama el alma
como una fuente llena que no cabe en sí misma,
y la veo tan mía, tan chiquita y tan nuestra,
que no sé qué decirle, qué escribirle, qué darle,
y apenas sé mirarla como quien mira el cielo,
sintiendo que es el cielo lo que llevo en los brazos
cuando la llevo a ella.
sábado, 12 de febrero de 2011
Democracia
Se llaman “frases históricas” las que a lo largo de los siglos han recogido o inventado los historiadores. No costaría nada (ni valdría mucho) clasificarlas como un género literario menor, una especie de híbrido no siempre estéril del aforismo y de la réplica teatral. Sabemos que buena parte de ellas son más bien estúpidas, que algunas pocas son de verdad memorables, que casi todas son inverosímiles en la supuesta circunstancia que las vio nacer. “De todas las cosas apócrifas (escribe Sábato), las más enérgicamente apócrifas son, quizá, las frases históricas. Dada la naturaleza de la historia humana, casi siempre han sido pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de torturas, o al morir en la guillotina. En tales momentos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia frases que puedan hacerse célebres por su estilo literario; y las frases históricas son, precisamente, frases pulidas y trabajadas. No hay duda de que las inventa laboriosamente la posteridad —como todas las cosas históricas”.
Una frase histórica hay que quisiera destacar entre todas. No la dijo un personaje célebre y prescinde de aquel pulido literario que Sábato no sin razón atribuye al género. Es una frase simple y llana, pero que expresa un hecho extraordinario; pues he llegado a la conclusión, nada original, de que el animal humano, instintivamente gregario y crédulo, bastante cómodo, por no decir haragán, y obediente, por no decir cobarde, ha preferido casi siempre delegar en otros la tarea de tomar decisiones. Me incluyo, por las dudas, en la condena general.
Eduard Fraenkel, en su erudito y hermoso libro sobre Horacio, compara la conducta seguida en los comicios de Roma durante la República, con la de la asamblea de Atenas en la Democracia. Existían, dice, dos tipos de encuentro constitucional del pueblo romano: contiones y comitia. En ambos era norma que sólo el magistrado hablase. Éste podía, en todo caso, permitir a un ciudadano expresarse en la asamblea, pero de ningún modo un particular hubiese podido tomar la iniciativa, hacer una propuesta y luego preguntar si alguien tenía otra mejor. En la contio, el pueblo se atenía a escuchar la comunicación del magistrado convocante; en los comitia, luego del discurso del magistrado, la asamblea, sin discutir la propuesta ni sugerir enmiendas, debía votar, ya por sí (uti rogas), ya por no (antiquo). Muy distinto era el procedimiento en la asamblea de Atenas, regida por un principio de libertad según el cual, después que los oradores expusieran el orden del día, un heraldo hacía una pregunta.
Esta pregunta, simple y llana, que es por cierto la frase que motiva esta nota, representa a mi juicio uno de los momentos más importantes de la historia humana. Se dirá, con justa razón, que la democracia ateniense excluía a las mujeres, a los extranjeros residentes, a los esclavos; que son conceptos incompatibles esclavitud y democracia; que esa democracia no pudo sostenerse en el tiempo y dio lugar, a la larga, a un feroz recrudecimiento de las tendencias autoritarias. Hechas las cuentas, queda en pie que fue el primer intento histórico de que el conjunto, el pueblo, se gobernase a sí mismo. Por otra parte, estoy convencido de que el principio de representación de las democracias modernas habría hecho sonreír a los irónicos contemporáneos de Pericles. Finalmente, yo viví mi primera juventud bajo una infame dictadura militar, represora y amordazante; bajo el miedo de hablar, bajo el miedo de ser yo mismo, bajo el miedo de andar por la calle, siempre a la sombra oprobiosa de los fusiles. Por eso, tal vez, me conmueve esta simple frase, que en la Atenas democrática pronunciaba un heraldo, después que los oradores habían despachado el orden del día. La frase abría el debate. Un debate donde la voz de todo ciudadano, la voz de un ciudadano cualquiera, tenía su lugar. Un ciudadano no podía medirse por un voto. Un ciudadano no era un número. Una palabra razonada podía cambiar el curso de un debate, sin importar la condición del que la decía. La frase simple y llana del heraldo era esta: Tís agoreúein boúletai? “¿Quién quiere hablar?”
Se llaman “frases históricas” las que a lo largo de los siglos han recogido o inventado los historiadores. No costaría nada (ni valdría mucho) clasificarlas como un género literario menor, una especie de híbrido no siempre estéril del aforismo y de la réplica teatral. Sabemos que buena parte de ellas son más bien estúpidas, que algunas pocas son de verdad memorables, que casi todas son inverosímiles en la supuesta circunstancia que las vio nacer. “De todas las cosas apócrifas (escribe Sábato), las más enérgicamente apócrifas son, quizá, las frases históricas. Dada la naturaleza de la historia humana, casi siempre han sido pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de torturas, o al morir en la guillotina. En tales momentos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia frases que puedan hacerse célebres por su estilo literario; y las frases históricas son, precisamente, frases pulidas y trabajadas. No hay duda de que las inventa laboriosamente la posteridad —como todas las cosas históricas”.
Una frase histórica hay que quisiera destacar entre todas. No la dijo un personaje célebre y prescinde de aquel pulido literario que Sábato no sin razón atribuye al género. Es una frase simple y llana, pero que expresa un hecho extraordinario; pues he llegado a la conclusión, nada original, de que el animal humano, instintivamente gregario y crédulo, bastante cómodo, por no decir haragán, y obediente, por no decir cobarde, ha preferido casi siempre delegar en otros la tarea de tomar decisiones. Me incluyo, por las dudas, en la condena general.
Eduard Fraenkel, en su erudito y hermoso libro sobre Horacio, compara la conducta seguida en los comicios de Roma durante la República, con la de la asamblea de Atenas en la Democracia. Existían, dice, dos tipos de encuentro constitucional del pueblo romano: contiones y comitia. En ambos era norma que sólo el magistrado hablase. Éste podía, en todo caso, permitir a un ciudadano expresarse en la asamblea, pero de ningún modo un particular hubiese podido tomar la iniciativa, hacer una propuesta y luego preguntar si alguien tenía otra mejor. En la contio, el pueblo se atenía a escuchar la comunicación del magistrado convocante; en los comitia, luego del discurso del magistrado, la asamblea, sin discutir la propuesta ni sugerir enmiendas, debía votar, ya por sí (uti rogas), ya por no (antiquo). Muy distinto era el procedimiento en la asamblea de Atenas, regida por un principio de libertad según el cual, después que los oradores expusieran el orden del día, un heraldo hacía una pregunta.
Esta pregunta, simple y llana, que es por cierto la frase que motiva esta nota, representa a mi juicio uno de los momentos más importantes de la historia humana. Se dirá, con justa razón, que la democracia ateniense excluía a las mujeres, a los extranjeros residentes, a los esclavos; que son conceptos incompatibles esclavitud y democracia; que esa democracia no pudo sostenerse en el tiempo y dio lugar, a la larga, a un feroz recrudecimiento de las tendencias autoritarias. Hechas las cuentas, queda en pie que fue el primer intento histórico de que el conjunto, el pueblo, se gobernase a sí mismo. Por otra parte, estoy convencido de que el principio de representación de las democracias modernas habría hecho sonreír a los irónicos contemporáneos de Pericles. Finalmente, yo viví mi primera juventud bajo una infame dictadura militar, represora y amordazante; bajo el miedo de hablar, bajo el miedo de ser yo mismo, bajo el miedo de andar por la calle, siempre a la sombra oprobiosa de los fusiles. Por eso, tal vez, me conmueve esta simple frase, que en la Atenas democrática pronunciaba un heraldo, después que los oradores habían despachado el orden del día. La frase abría el debate. Un debate donde la voz de todo ciudadano, la voz de un ciudadano cualquiera, tenía su lugar. Un ciudadano no podía medirse por un voto. Un ciudadano no era un número. Una palabra razonada podía cambiar el curso de un debate, sin importar la condición del que la decía. La frase simple y llana del heraldo era esta: Tís agoreúein boúletai? “¿Quién quiere hablar?”
lunes, 7 de febrero de 2011
Resignación


He perdido la cuenta de los años: pueden ser treinta o acaso más. Leía por entonces (y releí después muchas veces) el gran libro de Romain Rolland sobre Beethoven. Por él supe de la existencia de una canción de este título, Resignation, sobre texto de Paul von Haugwitz, una de las pocas obras que el compositor escribió durante el año (agónico para él) de 1817. Décadas de mi vida pasaron hasta que pude finalmente escucharlo.
Romain Rolland escribe que este breve Lied corresponde al último peldaño de la tremenda depresión que el músico experimentó en torno a sus 47 años. Confieso haber intentado varias veces, sin éxito, componer algunos versos sobre este asunto. Sin duda la emoción del Lied, de su conjunción inimitable de letra y música, es difícil de explicar o de representar con otras palabras. Hay, sí, resignación en esa música, pero una resignación viril, sin queja: “Apágate, luz mía...” Hay como una orden interior de aceptar la oscuridad, ya que la luz es incierta, declina, vacila y al fin es peor que la oscuridad misma. Acaso no haya para el desesperado tortura peor que la esperanza, esa ínfima llama parpadeante que sólo muestra la extensión de la noche...
Pero el músico, sometido a la miseria de amar sin ser amado, de verse extraviado en el mismo edificio espiritual que con titánico empeño había fundado en su juventud, de no hallar sabor en el pan y en el agua que ofrece la tierra, buscaba su íntima raíz inalienable, buscaba precisamente el tono de aquel héroe juvenil que había querido ser... Porque hay en la juventud un momento único, en el cual comprendemos la implacable hostilidad del mundo y la aspereza del camino que se nos muestra, y sin embargo lo emprendemos con una sonrisa altiva y segura, desafiando al destino, con nuestras fuerzas intactas. Ahora, ya se sabe que el héroe se enfrenta por segunda vez a su enemigo, y que esta segunda vez, viejo ya y socavado por sus propias dudas, difícilmente resultará vencedor. A lo sumo, podrá aspirar a llevarse al monstruo consigo en la irremediable caída. Ya no se trata de vencer al destino, sino de aceptarlo, incluso de amarlo tal como es. Amor Fati...
Hay más: en cierto modo, la música contradice la letra que interpreta, o en todo caso va más allá de ella. Si hay en la música aceptación, hay también un anhelo. En esa luz que se apaga hay acaso una promesa inaudita, que solamente la fe puede ver.
Copio la letra y transcribo una traducción que hice del famoso Lied. Es mi pobre manera de dar las gracias a un espíritu (de qué otro modo podría nombrarlo) que me acompañó en las hora más aciagas. Ojalá alguien pudiera decirles a los artistas desesperados, cuando de alguna forma han logrado convertir su amargura en belleza, que esa belleza salvará a otros hombres del abismo, quién sabe cuánto tiempo después...
Lisch aus, mein Licht! Was dir gebricht,
Das ist nun fort, an diesem Ort
Kannst du's nicht wieder finden!
Du mußt nun los dich binden.
Sonst hast du lustig aufgebrannt,
Nun hat man dir die Luft entwandt;
Wenn diese fort gewehet, die Flamme irregehet,
Sucht, findet nicht, lisch aus, mein Licht!
¡Apágate, luz mía! Lo que falta
está perdido ahora, en este sitio
tú no podrás hallarlo nuevamente.
Debes ya desprenderte.
En un tiempo has ardido alegremente,
ahora el aire te ha sido arrebatado;
cuando éste sopló, errante, la llama se extraviaba,
buscó, no halló. ¡Apágate, luz mía!
Aceptando este enlace se puede oírlo en la voz del tenor Fritz Wunderlich:
http://www.youtube.com/watch?v=bEDmKJLZPyo
Romain Rolland escribe que este breve Lied corresponde al último peldaño de la tremenda depresión que el músico experimentó en torno a sus 47 años. Confieso haber intentado varias veces, sin éxito, componer algunos versos sobre este asunto. Sin duda la emoción del Lied, de su conjunción inimitable de letra y música, es difícil de explicar o de representar con otras palabras. Hay, sí, resignación en esa música, pero una resignación viril, sin queja: “Apágate, luz mía...” Hay como una orden interior de aceptar la oscuridad, ya que la luz es incierta, declina, vacila y al fin es peor que la oscuridad misma. Acaso no haya para el desesperado tortura peor que la esperanza, esa ínfima llama parpadeante que sólo muestra la extensión de la noche...
Pero el músico, sometido a la miseria de amar sin ser amado, de verse extraviado en el mismo edificio espiritual que con titánico empeño había fundado en su juventud, de no hallar sabor en el pan y en el agua que ofrece la tierra, buscaba su íntima raíz inalienable, buscaba precisamente el tono de aquel héroe juvenil que había querido ser... Porque hay en la juventud un momento único, en el cual comprendemos la implacable hostilidad del mundo y la aspereza del camino que se nos muestra, y sin embargo lo emprendemos con una sonrisa altiva y segura, desafiando al destino, con nuestras fuerzas intactas. Ahora, ya se sabe que el héroe se enfrenta por segunda vez a su enemigo, y que esta segunda vez, viejo ya y socavado por sus propias dudas, difícilmente resultará vencedor. A lo sumo, podrá aspirar a llevarse al monstruo consigo en la irremediable caída. Ya no se trata de vencer al destino, sino de aceptarlo, incluso de amarlo tal como es. Amor Fati...
Hay más: en cierto modo, la música contradice la letra que interpreta, o en todo caso va más allá de ella. Si hay en la música aceptación, hay también un anhelo. En esa luz que se apaga hay acaso una promesa inaudita, que solamente la fe puede ver.
Copio la letra y transcribo una traducción que hice del famoso Lied. Es mi pobre manera de dar las gracias a un espíritu (de qué otro modo podría nombrarlo) que me acompañó en las hora más aciagas. Ojalá alguien pudiera decirles a los artistas desesperados, cuando de alguna forma han logrado convertir su amargura en belleza, que esa belleza salvará a otros hombres del abismo, quién sabe cuánto tiempo después...
Lisch aus, mein Licht! Was dir gebricht,
Das ist nun fort, an diesem Ort
Kannst du's nicht wieder finden!
Du mußt nun los dich binden.
Sonst hast du lustig aufgebrannt,
Nun hat man dir die Luft entwandt;
Wenn diese fort gewehet, die Flamme irregehet,
Sucht, findet nicht, lisch aus, mein Licht!
¡Apágate, luz mía! Lo que falta
está perdido ahora, en este sitio
tú no podrás hallarlo nuevamente.
Debes ya desprenderte.
En un tiempo has ardido alegremente,
ahora el aire te ha sido arrebatado;
cuando éste sopló, errante, la llama se extraviaba,
buscó, no halló. ¡Apágate, luz mía!
Aceptando este enlace se puede oírlo en la voz del tenor Fritz Wunderlich:
http://www.youtube.com/watch?v=bEDmKJLZPyo
sábado, 29 de enero de 2011
Quevediana

¡Oh cuánta noche habitan nuestros deseos!
QUEVEDO, Marco Bruto
A modo de glosa de la frase magnífica del poeta, mi mano trazó el siguiente soneto, que quizá el viejo maestro no hubiera desaprobado del todo. Ilusiones anacrónicas, es claro. Literarias, quiero decir...
¡Ay, cuánta noche habita mi deseo,
ciego a quien guía una esperanza ciega
y que sin advertir adonde llega
me arrastra, ni fijarse en lo que veo!
Cambia de forma como aquel Proteo
que fantasea en una orilla griega
y en bahías soñadas se despliega
o se hunde en la oquedad como Teseo.
Dédalo del deseo, ávido hilo
que debiera enseñarme la salida,
remota luz del largo mar que espero:
símbolos son de un sueño que en sigilo
y a tientas me conduce por la vida,
mientras finjo que voy adonde quiero.

¡Oh cuánta noche habitan nuestros deseos!
QUEVEDO, Marco Bruto
A modo de glosa de la frase magnífica del poeta, mi mano trazó el siguiente soneto, que quizá el viejo maestro no hubiera desaprobado del todo. Ilusiones anacrónicas, es claro. Literarias, quiero decir...
¡Ay, cuánta noche habita mi deseo,
ciego a quien guía una esperanza ciega
y que sin advertir adonde llega
me arrastra, ni fijarse en lo que veo!
Cambia de forma como aquel Proteo
que fantasea en una orilla griega
y en bahías soñadas se despliega
o se hunde en la oquedad como Teseo.
Dédalo del deseo, ávido hilo
que debiera enseñarme la salida,
remota luz del largo mar que espero:
símbolos son de un sueño que en sigilo
y a tientas me conduce por la vida,
mientras finjo que voy adonde quiero.
miércoles, 12 de enero de 2011
Beethoven
Niñez del mundo. Un canto inconsolable
lejos de la ardua luz de la palabra
susurraba en secreto el indecible,
el religioso nombre de las cosas
sin nombre. Como el canto de la lluvia
o el agua de la acequia deslizándose
sierra abajo entre higueras y sonrojos,
como el oscuro origen del amor
o las ramas que mueve el viento viejo
bajo la luna clara, sigilosa
la música soñaba el hondo tiempo
de donde todo nace. Aquel silencio
que sobreviene entre sus notas, siempre
grávido de sentido, meditando
entre compases, sabe de qué noche
nació lo que se ha escrito por mi mano.
Hace siglos yo oí cómo su música
se derramaba sobre el sordo mundo,
donde el alma se oculta de los hombres
y la amada inmortal abre los ojos.
Sobre la bóveda estrellada
ha de haber un Padre amoroso.
Pues todos son llamados a la fiesta:
nadie excluido queda, libre o trágico,
haya amado la luz o el mar sin bordes.
El laurel de cantar a la alegría
sólo fue concedido a un desdichado.
Niñez del mundo. Un canto inconsolable
lejos de la ardua luz de la palabra
susurraba en secreto el indecible,
el religioso nombre de las cosas
sin nombre. Como el canto de la lluvia
o el agua de la acequia deslizándose
sierra abajo entre higueras y sonrojos,
como el oscuro origen del amor
o las ramas que mueve el viento viejo
bajo la luna clara, sigilosa
la música soñaba el hondo tiempo
de donde todo nace. Aquel silencio
que sobreviene entre sus notas, siempre
grávido de sentido, meditando
entre compases, sabe de qué noche
nació lo que se ha escrito por mi mano.
Hace siglos yo oí cómo su música
se derramaba sobre el sordo mundo,
donde el alma se oculta de los hombres
y la amada inmortal abre los ojos.
Sobre la bóveda estrellada
ha de haber un Padre amoroso.
Pues todos son llamados a la fiesta:
nadie excluido queda, libre o trágico,
haya amado la luz o el mar sin bordes.
El laurel de cantar a la alegría
sólo fue concedido a un desdichado.
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