sábado, 2 de agosto de 2014


Fuera del manual




             Hay personas que no duermen tranquilas si su conciencia les reprocha un pecado venial: una mala contestación, la omisión de una fecha, una carta no respondida; otros pierden el sueño si algún título de su bibliografía lleva más de cinco años de publicado. En 2006, recuerdo, una perentoria colega afirmaba: “Nada anterior al 2000”. Este segundo caso no es el mío: les ofrezco a mis alumnos, de todo corazón, novedades como Materia y forma en poesía, de Amado Alonso, fechada en 1953, Literatura Europea y Edad Media Latina, de Curtius, que es de 1948, e incluso la Poética de Aristóteles, que ha de ser de 340 antes de Cristo. Quizá haya un justo medio entre ambos extremos: Horacio en una de sus sátiras dice que debe haber un punto de equilibrio entre el célebre eunuco Tanais y el suegro de un tal Viselo, que acarreaba una hernia no menos proverbial. Lo cierto es que alguien me sugirió que actualizara un poco mi lista; hice una breve excursión a la calle Corrientes y así pude leer, por ejemplo, el magnífico ensayo de Jerome Bruner La fábrica de historias (2002): una convincente demostración de que el mundo en que vivimos o creemos vivir y aun lo que somos o creemos ser no son cosas ajenas al relato que nos forjemos de ellas: se rigen por leyes narrativas y, en gran medida, sufren la influencia de la buena o mala literatura.
            Cayó asimismo en mis manos un Manual de crítica literaria contemporánea (2008), debido al teclado de Fernando Gómez Redondo. Empecé a leerlo con interés: el libro pasa minuciosa revista a cuanta escuela o corriente crítica ha surcado los cauces literarios a partir de la segunda década del siglo xx. La historia empieza, en efecto, con los formalistas rusos, y concluye con las más recientes reivindicaciones de género y la consiguiente discusión sobre el canon en los Estados Unidos. Me llamó agradablemente la atención que se dedicara un capítulo a la estilística de Spitzer, Vossler y los dos Alonso. El interés de mi lectura se mantuvo largo rato, pese a la incomodidad que genera el formato de manual respetado a rajatabla por Redondo. Así, muchas veces el examen de las dificultades y límites de una teoría se queda trunco, porque parece haber cierta urgencia de pasar al capítulo siguiente. Uno tiene a veces la sensación de que está siguiendo un curso acelerado, a la medida de esos estudiantes que quieren obtener su diploma en el menor tiempo posible. Con todo, siempre es reconfortante tener en las manos un libro que se presenta como exhaustivo: leyéndolo, estaremos bien enterados, quedaremos a salvo de una mala sorpresa... Sinceramente, al leer el índice pensé que de verdad me hacía falta: ¡cuántos nombres de la crítica literaria contemporánea, muy importantes al parecer, desconocía yo a la perfección! En cierto momento de mi lectura, sin embargo, me gopeó esta cita, atribuida a Tzvetan Todorov:
 
  “Los cuentos particulares que encontramos en el Decamerón no los consideraremos en sí mismos sino en relación con el análisis de la narración, que es una unidad abstracta. Cada cuento particular no es más que la manifestación de una estructura abstracta, una realización que estaba contenida, en estado latente, en una combinatoria de las realizaciones posibles.”
 
            Así pues, gracias al sr. Todorov (debemos tomar la cita por auténtica, si Todorov no ha demandado a Gómez Redondo por calumnias) la literatura queda bien aislada y desinfectada. Por la astucia del crítico, Boccaccio ya no podrá sorprendernos, inquietarnos, conmovernos o hacernos reír; es casi seguro que no lo leeremos siquiera, puesto que sólo nos importa ahora la estructura abstracta; y puesto que desentrañar el abstruso lenguaje del crítico usurpará el tiempo que acaso hubiéramos perdido (porque las horas de lectura gozosa no pueden caber en un curriculum) divirtiéndonos con las siempre variadas, siempre aventuradas y riesgosas y vagabundas ocurrencias del cuentista italiano. ¡Qué engañados estábamos al suponer que cada cuento valía por sí mismo, que podía aspirar a un lugar en nuestra imaginación y en nuestra memoria! Ahora sabemos que cada cuento particular no es más que la manifestación de la estructura abstracta...
            A partir de aquí, lo confieso, mi interés de lector decae. Comprendo, vagamente, que me interesa la literatura, no esto. Igual persevero, leo, hojeo, salteo, busco el final. Cerrado el volumen impreso en muy buen papel y con elegante tipografía noto una ausencia. En el dialecto de Borges se diría que este exhaustivo manual no tolera la más remota mención de George Steiner: ni siquiera una nota al pie o alguna alusión casual a quien es para mí uno de los mayores maestros vivos del arte de la crítica. Dado que el libro, contra mis previsiones, prescinde también de un índice de nombres propios, lo repaso con cuidado, ab ovo: y no está. Tan clamorosa ausencia me mueve a descubrir otras. En el capítulo dedicado a la crítica psicoanalítica, por ejemplo, no aparecen Joseph Campbell ni Bruno Bettelheim. Cuando se habla de mitos, no se lo nombra a Mircea Eliade. Brillan por su ausencia nombres para mí insoslayables, porque son verdaderos maestros de lectura: Albert Béguin, Isaiah Berlin, Raimundo Lida, Jorge Luis Borges, Octavio Paz, Claudio Guillén, Alfonso Berardinelli... Ahora que pienso, el único italiano al que se estudia en este libro es Umberto Eco. No se nombra a ningún americano que haya tenido la absurda idea de nacer al sur del Río Grande. Parece que los latinoamericanos, para este exhaustivo investigador de la crítica literaria contemporánea, no existimos.
            Releo, para no ser injusto, el preámbulo, las conclusiones, algún lugar donde el autor se excuse por las inevitables ausencias, por los límites que impone un manual, por el recorte que ha debido hacer... No hay tal lugar. Me pregunto entonces por la razón de todas estas omisiones: busco su común denominador. Quizá sea éste: quedan excluidos del manual todos aquellos críticos que no han logrado, sabido o querido promover ningún –ismo, o siquiera una –ística. Quedan excluidos los solitarios, los extraterritoriales, los que no pueden ser clasificados y debidamente encasillados. Esto último es decisivo. La premisa parece ser: quepo bien en algún nicho de la tabla, luego existo. Existo, lo más lejos posible de la literatura, del goce y de la aventura de leer. Todo debe quedar bien cuadriculado, puesto en un sitio delimitado de donde no se salga, donde no pueda inquietar.
            El propio Steiner, en un trabajo sobre Shakespeare, ha advertido que el crítico suele experimentar un sentimiento de inferioridad frente al autor; acaso siente, dice, lo que el envidioso Casio sentía ante César: “Él se pasea por el estrecho mundo como un coloso, mientras nosotros, hombres pequeños, vamos entre sus enormes piernas en busca de una tumba sin honor”. Hace falta generosidad, incluso grandeza, para superar esta miseria y ser leales al creador que procuramos leer. Esto explica, tal vez, el inocultable recelo, si no francamente el odio, que trasuntan estos análisis cuasi matemáticos practicados sobre la obra de arte, a la que de hecho ocultan bajo su maraña de tecniquerías. ¡Tan lejos de la máxima con que Steiner abría su primer libro, Tolstoi o Dostoievski, donde afirmaba que la crítica literaria debería nacer de una deuda de amor!
            Creo que un manual como el que ha escrito el señor Redondo, nacido de una fundamental incomprensión para todo aquello que escapa a las facilidades de un “clasema”, sólo puede aspirar a un lector desgraciado, es decir, sin gracia, para quien la lectura de un relato o de un poema es mera obligación académica, un triste y absurdo deber que nadie entiende por qué se ha impuesto. Me inquieta, casi me angustia, que libros como éste sean puestos en sede central de las bibliografías. Se me dirá que son útiles. También son pasmosamente aburridos y, lo que es mucho peor, no alientan, no invitan, no incitan a leer; no digamos a leer a Todorov, lo cual pudiera ser pese a todo fructífero; sino a Kafka, a Balzac, a don Juan Manuel o a Virgilio. Esta incitación es lo que he buscado siempre, lo que a menudo he encontrado y después he confiado a mis alumnos, en los mejores críticos que conozco y que me acompañan en la perpetua aventura de leer: Jorge Luis Borges, Ernesto Sabato, Octavio Paz, Amado Alonso, Marcelino Menéndez Pelayo, Karl Vossler, Albert Béguin, Julio Cortázar, Pablo Anadón, Werner Jaeger, Gérard Genette, George Steiner... y tantos otros. ¡Por supuesto, no pretendo ser exhaustivo!
            A modo de íntimo y personal desagravio, y también como antídoto, releo enseguida uno de los últimos libros de Steiner: Lecciones de los maestros. Lo leo, me doy cuenta, como oyendo una recóndita admonición que brota del manual de Gómez Redondo. ¿Y si Steiner no fuese realmente un crítico, stricto sensu? Al embarcarme ahora en esta oceánica lectura, veo con abrumadora claridad que Steiner no puede caber en ningún manual porque es mucho más que un crítico académico o un patrocinador de –ismos. En su prosa, la literatura no queda aislada de la filosofía, de la música o de la historia. De hecho, este libro concluye con el poema de Nietzsche “Oh Mensch! Gieb Acht...”; Steiner lo traduce (yo leo la poco piadosa traducción de la traducción)[1] y comenta: “Un titubeante intento de traducción, cuando ya hay uno supremo: en la versión de Mahler. De Maestro a Maestro.” Busco en el acto la música a la que se alude, el cuarto movimiento de la Tercera Sinfonía de Mahler. Escucho, me asombro, me emociono... Esta es, justamente, la tarea del crítico: ampliar el horizonte de su lector, llevarlo a preguntar otras cosas, a ir más allá. Ni las mayúsculas de Steiner son un detalle: un verdadero crítico sabe admirar.
            Steiner, en fin, como otros maestros que admiro, no tiene miedo de escribir bien; no pretende estar de vuelta de todo o carecer de opinión, no profesa el ateísmo literario ni se abstiene del trato directo con la poesía. No usa pinzas, tenazas ni brazos mecánicos para diseccionar los textos; los acaricia, usa las manos, se regocija en el divino contacto con lo perdurable. No cree ser más inteligente que el creador; no quiere obliterar con tonterías la palabra del genio. No anhela ser encasillado o ser parte de un grupo, equipo, cenáculo o pandilla. Nos invita a leer, a leer más, a descubrir afinidades secretas, a entender un poco mejor este mundo y acaso sospechar qué diablos estamos haciendo en él. Y por todo eso, me digo, es realmente una deferencia del señor Redondo haberlo dejado fuera de su manual. Steiner ha escrito que las grandes obras de arte llegan a nosotros como vientos de tormenta, que abren de golpe las puertas y ventanas de nuestra percepción. Felices, entonces, los excluidos del manual, porque de ellos será, tal vez, el cielo abierto de la literatura, la perdurable e inagotable alegría de leer.



[1] Mejor me parece la que transcribo, tomada de la versión del Zarathustra por el escritor que se ocultaba bajo el pseudónimo de Juan Fernández: “Hombre, ¿no escuchas con atento oído / lo que te dice la profunda noche? / ‘Yo dormía, dormía, mas de pronto / de desperté de mi profundo sueño... El mundo es muy profundo, más profundo / de lo que te parece al ser de día. / Profundo es su dolor. Oh, la alegría / es más profunda aún que todo duelo. / ¡Pasa! dice el dolor; mas la alegría / siente el ansia inmortal de una profunda / eternidad y aspira a ser eterna.”