Fuera del manual
Hay
personas que no duermen tranquilas si su conciencia les reprocha un pecado venial:
una mala contestación, la omisión de una fecha, una carta no respondida; otros
pierden el sueño si algún título de su bibliografía lleva más de cinco años de
publicado. En 2006, recuerdo, una perentoria colega afirmaba: “Nada anterior al
2000”. Este segundo caso no es el mío: les ofrezco a mis alumnos, de todo
corazón, novedades como Materia y forma
en poesía, de Amado Alonso, fechada en 1953, Literatura Europea y Edad Media Latina, de Curtius, que es de 1948,
e incluso la Poética de Aristóteles,
que ha de ser de 340 antes de Cristo. Quizá haya un justo medio entre ambos
extremos: Horacio en una de sus sátiras dice que debe haber un punto de
equilibrio entre el célebre eunuco Tanais y el suegro de un tal Viselo, que acarreaba
una hernia no menos proverbial. Lo cierto es que alguien me sugirió que
actualizara un poco mi lista; hice una breve excursión a la calle Corrientes y así
pude leer, por ejemplo, el magnífico ensayo de Jerome Bruner La fábrica de historias (2002): una
convincente demostración de que el mundo en que vivimos ―o creemos vivir―
y aun lo que somos ―o
creemos ser― no son cosas ajenas
al relato que nos forjemos de ellas: se rigen por leyes narrativas y, en gran
medida, sufren la influencia de la buena o mala literatura.
Cayó
asimismo en mis manos un Manual de
crítica literaria contemporánea (2008), debido al teclado de Fernando Gómez
Redondo. Empecé a leerlo con interés: el libro pasa minuciosa revista a cuanta
escuela o corriente crítica ha surcado los cauces literarios a partir de la
segunda década del siglo xx. La
historia empieza, en efecto, con los formalistas rusos, y concluye con las más
recientes reivindicaciones de género y la consiguiente discusión sobre el canon
en los Estados Unidos. Me llamó agradablemente la atención que se dedicara un
capítulo a la estilística de Spitzer, Vossler y los dos Alonso. El interés de
mi lectura se mantuvo largo rato, pese a la incomodidad que genera el formato
de manual ―respetado a
rajatabla por Redondo. Así, muchas veces el examen de las dificultades y
límites de una teoría se queda trunco, porque parece haber cierta urgencia de
pasar al capítulo siguiente. Uno tiene a veces la sensación de que está
siguiendo un curso acelerado, a la medida de esos estudiantes que quieren
obtener su diploma en el menor tiempo posible. Con todo, siempre es
reconfortante tener en las manos un libro que se presenta como exhaustivo:
leyéndolo, estaremos bien enterados, quedaremos a salvo de una mala sorpresa...
Sinceramente, al leer el índice pensé que de verdad me hacía falta: ¡cuántos
nombres de la crítica literaria contemporánea, muy importantes al parecer,
desconocía yo a la perfección! En cierto momento de mi lectura, sin embargo, me
gopeó esta cita, atribuida a Tzvetan Todorov:
“Los cuentos particulares
que encontramos en el Decamerón no los
consideraremos en sí mismos sino en relación con el análisis de la narración,
que es una unidad abstracta. Cada cuento particular no es más que la
manifestación de una estructura abstracta, una realización que estaba
contenida, en estado latente, en una combinatoria de las realizaciones
posibles.”
Así pues, gracias
al sr. Todorov (debemos tomar la cita por auténtica, si Todorov no ha demandado
a Gómez Redondo por calumnias) la literatura queda bien aislada y desinfectada.
Por la astucia del crítico, Boccaccio ya no podrá sorprendernos, inquietarnos,
conmovernos o hacernos reír; es casi seguro que no lo leeremos siquiera, puesto
que sólo nos importa ahora la estructura abstracta; y puesto que desentrañar el
abstruso lenguaje del crítico usurpará el tiempo que acaso hubiéramos perdido (porque
las horas de lectura gozosa no pueden caber en un curriculum) divirtiéndonos con las siempre variadas, siempre
aventuradas y riesgosas y vagabundas ocurrencias del cuentista italiano. ¡Qué
engañados estábamos al suponer que cada cuento valía por sí mismo, que podía
aspirar a un lugar en nuestra imaginación y en nuestra memoria! Ahora sabemos
que cada cuento particular no es más que la manifestación de la estructura
abstracta...
A partir de
aquí, lo confieso, mi interés de lector decae. Comprendo, vagamente, que me
interesa la literatura, no esto. Igual persevero, leo, hojeo, salteo, busco el
final. Cerrado el volumen ―impreso
en muy buen papel y con elegante tipografía―
noto una ausencia. En el dialecto de Borges se diría que este exhaustivo manual
no tolera la más remota mención de George Steiner: ni siquiera una nota al pie
o alguna alusión casual a quien es para mí uno de los mayores maestros vivos
del arte de la crítica. Dado que el libro, contra mis previsiones, prescinde
también de un índice de nombres propios, lo repaso con cuidado, ab ovo: y no está. Tan clamorosa
ausencia me mueve a descubrir otras. En el capítulo dedicado a la crítica
psicoanalítica, por ejemplo, no aparecen Joseph Campbell ni Bruno Bettelheim.
Cuando se habla de mitos, no se lo nombra a Mircea Eliade. Brillan por su
ausencia nombres para mí insoslayables, porque son verdaderos maestros de
lectura: Albert Béguin, Isaiah Berlin, Raimundo Lida, Jorge Luis Borges, Octavio
Paz, Claudio Guillén, Alfonso Berardinelli... Ahora que pienso, el único
italiano al que se estudia en este libro es Umberto Eco. No se nombra a ningún
americano que haya tenido la absurda idea de nacer al sur del Río Grande.
Parece que los latinoamericanos, para este exhaustivo investigador de la
crítica literaria contemporánea, no existimos.
Releo, para
no ser injusto, el preámbulo, las conclusiones, algún lugar donde el autor se
excuse por las inevitables ausencias, por los límites que impone un manual, por
el recorte que ha debido hacer... No hay tal lugar. Me pregunto entonces por la
razón de todas estas omisiones: busco su común denominador. Quizá sea éste:
quedan excluidos del manual todos aquellos críticos que no han logrado, sabido
o querido promover ningún –ismo, o siquiera una –ística. Quedan excluidos los
solitarios, los extraterritoriales, los que no pueden ser clasificados y
debidamente encasillados. Esto último es decisivo. La premisa parece ser: quepo
bien en algún nicho de la tabla, luego existo. Existo, lo más lejos posible de
la literatura, del goce y de la aventura de leer. Todo debe quedar bien
cuadriculado, puesto en un sitio delimitado de donde no se salga, donde no
pueda inquietar.
El propio
Steiner, en un trabajo sobre Shakespeare, ha advertido que el crítico suele
experimentar un sentimiento de inferioridad frente al autor; acaso siente, dice,
lo que el envidioso Casio sentía ante César: “Él se pasea por el estrecho mundo
como un coloso, mientras nosotros, hombres pequeños, vamos entre sus enormes
piernas en busca de una tumba sin honor”. Hace falta generosidad, incluso
grandeza, para superar esta miseria y ser leales al creador que procuramos
leer. Esto explica, tal vez, el inocultable recelo, si no francamente el odio,
que trasuntan estos análisis cuasi matemáticos practicados sobre la obra de
arte, a la que de hecho ocultan bajo su maraña de tecniquerías. ¡Tan lejos de
la máxima con que Steiner abría su primer libro, Tolstoi o Dostoievski, donde afirmaba que la crítica literaria
debería nacer de una deuda de amor!
Creo que un manual como el que ha
escrito el señor Redondo, nacido de una fundamental incomprensión para todo
aquello que escapa a las facilidades de un “clasema”, sólo puede aspirar a un
lector desgraciado, es decir, sin gracia, para quien la lectura de un relato o
de un poema es mera obligación académica, un triste y absurdo deber que nadie
entiende por qué se ha impuesto. Me inquieta, casi me angustia, que libros como
éste sean puestos en sede central de las bibliografías. Se me dirá que son
útiles. También son pasmosamente aburridos y, lo que es mucho peor, no
alientan, no invitan, no incitan a leer; no digamos a leer a Todorov, lo cual
pudiera ser pese a todo fructífero; sino a Kafka, a Balzac, a don Juan Manuel o
a Virgilio. Esta incitación es lo que he buscado siempre, lo que a menudo he
encontrado y después he confiado a mis alumnos, en los mejores críticos que
conozco y que me acompañan en la perpetua aventura de leer: Jorge Luis Borges, Ernesto
Sabato, Octavio Paz, Amado Alonso, Marcelino Menéndez Pelayo, Karl Vossler,
Albert Béguin, Julio Cortázar, Pablo Anadón, Werner Jaeger, Gérard Genette, George
Steiner... y tantos otros. ¡Por supuesto, no pretendo ser exhaustivo!
A modo de
íntimo y personal desagravio, y también como antídoto, releo enseguida uno de
los últimos libros de Steiner: Lecciones
de los maestros. Lo leo, me doy cuenta, como oyendo una recóndita
admonición que brota del manual de Gómez Redondo. ¿Y si Steiner no fuese
realmente un crítico, stricto sensu?
Al embarcarme ahora en esta oceánica lectura, veo con abrumadora claridad que
Steiner no puede caber en ningún manual porque es mucho más que un crítico académico
o un patrocinador de –ismos. En su prosa, la literatura no queda aislada de la
filosofía, de la música o de la historia. De hecho, este libro concluye con el
poema de Nietzsche “Oh Mensch! Gieb Acht...”;
Steiner lo traduce (yo leo la poco piadosa traducción de la traducción)[1] y
comenta: “Un titubeante intento de traducción, cuando ya hay uno supremo: en la
versión de Mahler. De Maestro a Maestro.” Busco en el acto la música a la que
se alude, el cuarto movimiento de la Tercera Sinfonía de Mahler. Escucho, me asombro,
me emociono... Esta es, justamente, la tarea del crítico: ampliar el horizonte
de su lector, llevarlo a preguntar otras cosas, a ir más allá. Ni las
mayúsculas de Steiner son un detalle: un verdadero crítico sabe admirar.
Steiner, en
fin, como otros maestros que admiro, no tiene miedo de escribir bien; no
pretende estar de vuelta de todo o carecer de opinión, no profesa el ateísmo
literario ni se abstiene del trato directo con la poesía. No usa pinzas,
tenazas ni brazos mecánicos para diseccionar los textos; los acaricia, usa las
manos, se regocija en el divino contacto con lo perdurable. No cree ser más
inteligente que el creador; no quiere obliterar con tonterías la palabra del genio.
No anhela ser encasillado o ser parte de un grupo, equipo, cenáculo o pandilla.
Nos invita a leer, a leer más, a descubrir afinidades secretas, a entender un
poco mejor este mundo y acaso sospechar qué diablos estamos haciendo en él. Y
por todo eso, me digo, es realmente una deferencia del señor Redondo haberlo
dejado fuera de su manual. Steiner ha escrito que las grandes obras de arte
llegan a nosotros como vientos de tormenta, que abren de golpe las puertas y
ventanas de nuestra percepción. Felices, entonces, los excluidos del manual,
porque de ellos será, tal vez, el cielo abierto de la literatura, la perdurable
e inagotable alegría de leer.
[1]
Mejor me parece la que transcribo, tomada de la versión del Zarathustra
por el escritor que se ocultaba bajo el pseudónimo de Juan Fernández: “Hombre,
¿no escuchas con atento oído / lo que te dice la profunda noche? / ‘Yo dormía,
dormía, mas de pronto / de desperté de mi profundo sueño... El mundo es muy
profundo, más profundo / de lo que te parece al ser de día. / Profundo es su
dolor. Oh, la alegría / es más profunda aún que todo duelo. / ¡Pasa! dice el
dolor; mas la alegría / siente el ansia inmortal de una profunda / eternidad y
aspira a ser eterna.”