martes, 13 de marzo de 2012

Leyenda

A Esmeralda

Cuentan que el Cielo y la Tierra se habían casado y habían tenido un hijo, a quien llamaron Amor. Este Amor era muy travieso. Siendo apenas un bebé de pecho, sabía usar muy bien el arco y las flechas. Un día, jugando, atravesó con una flecha el corazón mismo del Cielo, su padre; pero las flechas de Amor no matan, aunque lastiman gravemente. El Cielo, herido de Amor, se enamoró de su esposa, la Tierra. Tratando de conmoverla, inventó el amanecer. Fue el primer amanecer del mundo: lleno de nubes de color de miel, lleno de pájaros y de rocío. Pero la Tierra, ante tan hermoso regalo, no dijo nada: permanecía muda. El Cielo, entonces, hizo salir un sol radiante que fue subiendo por su propia espalda transparente, hasta llegar a lo más alto, y que después fue bajando y bajando, siempre hermoso. Pero la Tierra permanecía muda. El Cielo, entonces, pensó en regalarle un maravilloso atardecer, todo lleno de nubes de color de fuego, de ruiditos de ranas y de insectos, de silencio... Pero la Tierra, sin dar muestras de agradecimiento, permanecía muda. El Cielo, entonces, le regaló a la Tierra una hermosa noche, blanca de luna y de innumerables estrellas, llena de magia y de perfumes. Pero la Tierra permanecía muda. Al día siguiente, el Cielo, perturbado en su alma por el silencio de su amada, empezó a removerse; y dijo: “Hasta ahora, mis regalos no la conmovieron; veremos qué pasa si hago un poco de ruido”. Y empezó con un viento alegre que poco a poco se fue haciendo más fuerte. Pero como no había por ese entonces ningún árbol, la Tierra no dio señales de haberse enterado. El Cielo, ya un poco ronco, empezó a amontonar sus nubes, que de blancas pasaron a grises y de grises a negras. Pero la Tierra permanecía muda. Soltó el Cielo un primer relámpago, después otro y otro, después rayos y truenos. Pero la Tierra permanecía muda. Entonces el Cielo, desconsolado, se largó a llorar, primero despacito, con gotas grandes y sueltas, después fuerte y tupido, hasta que su llanto fue como una inmensa catarata que apenas dejaba ver el campo. Y lloró todo ese día y toda la noche siguiente, tanto, que no era posible ver la luna ni las estrellas, ni oír el ruido de las ranas y de los insectos. Pero al día siguiente, cuando el llanto del Cielo se detuvo, la Tierra empezó a brotarse: se le asomaron hojitas verdes por todas partes, y luego tallitos verdes que crecían sin parar, y hasta algunas flores que ponían sus notas violetas o azules entre el pasto verde; después que pasaron algunos días y algunas semanas, algunas de esas plantitas crecieron hasta hacerse pequeños árboles que seguían hacia arriba, tratando de alcanzar con sus bracitos de ramas a su padre, el Cielo. Y así el Cielo, mientras se secaba las lágrimas, pudo saber que la Tierra le correspondía.

domingo, 11 de marzo de 2012

Safo en el aire de la noche












No sé cómo empezó la historia: supongo que como todas, sin avisar. No sé cuántos años hace que leí por primera vez el Ultimo canto di Saffo, de Leopardi: Placida notte e verecondo raggio / Della cadente luna... No sé cuántos que Pablo Ingberg me envió su bella edición, bilingüe, anotada e ilustrada, de la poetisa de Lesbos. No sé si, en medio de mi admiración y emoción, reparé entonces en este poema que ahora quiero evocar; creo que me detuve en otros, más completos, como el hermoso Phaínetaí moi kênos ísos théoisin... que Catulo tradujo al latín: Ille mi par esse deos videtur, “Él me parece idéntico a los dioses...”, y cuyo texto se ha preservado entero en el antiguo tratado De lo sublime. O en el inolvidable fragmento que empieza Ásteres mèn amphì kálan selánnan, “Las estrellas en torno de la hermosa luna”: verso que oí de boca de un músico poeta, Antonio Yepes, mucho antes de verlo escrito en el papel. O en este otro que, mejor que cualquier tratado, define el arte de la lírica: “Algunos, un ejército a caballo; otros, de infantes, / y otros, de naves, dicen que, sobre la negra tierra, / es lo más bello; en cambio yo, / aquello que se ama”, en la versión de Pablo. Pasaron todavía algunos años y conocí (gracias a otro Pablo: a Pablo Anadón) estos versos de Horacio Castillo: “Ella a menudo, en Sardes, / tendrá su pensamiento aquí...”; pero soy tonto: no los asocié con Safo. Faltaba algo que me ayudara a atar los cabos sueltos. Otros años pasaron y una tarde, una tarde mágica, en Firenze, Celina y yo (Esmeralda estaba en la panza) nos detuvimos unos minutos en un puesto de libros viejos, a dos o tres calles de la Signoria. Vi uno, que tengo ahora ante mis ojos, en cuya tapa había un hombre a caballo y un águila, obviamente salidos de un vaso antiguo; era una antología escolar de poesía griega, más específicamente del “período jónico”. Libros como éste leían (¿o leen?) los adolescentes italianos... Como sea, me lo traje, por cincuenta céntimos de euro. Allí está también este poema de Safo; al inicio, el texto original, entre lamparones ciegos, tiene las letras: Sard...; dolorosamente fragmentado, roído por la ignorancia de los siglos, con sus estrofas finales desmigajándose en palabras mutiladas y en letras sueltas, sólo se salvó entera la maravillosa parte central; aparece en este libro acompañado de dos versiones: una, en una prosa ajustada y sobria, y luego, más abajo, rehecho, sentido de nuevo y completado, con un poco de imaginación, por el filólogo, traductor y poeta Manara Valgimigli. ¿Qué seducción evanescente trae este raro poema, desde semejante hondura del tiempo? ¿Acaso el contraste entre el frágil material que nos lo deja ver (pedazos rotos de pergamino, de un pergamino antiquísimo, quizá raspado para escribirle encima otra cosa) y la dulzura del sentimiento que en él perdura, como el perfume en el fondo de un frasco? Es más que eso. Es poesía. Safo consuela a su amiga Atis por la ausencia de otra. ¿Quién es y por qué está lejos? ¿Se ha casado, quizá contra su voluntad, y ahora desde Sardes extraña a su patria, Mitilene? Quizá. De ella sólo sabemos que vence a las demás en belleza, como la luna vence a las estrellas cuando aparece en el anochecer: las vence sin fuerza, insinuándose con sus dedos de rosa... Con elementos dispersos, recogidos a lo largo de mi esporádico y no correspondido amor por Safo, redacto ahora estos versos en castellano; versos que quieren imitar a los suyos, donde la belleza, la inocente e indefensa belleza (brododáctylos selánna...), vence al tiempo; versos que ojalá ella, desde el cielo lunar donde habita, décima musa, me perdone.

Ella, lejos en Sardes, prisionera,
en pensamiento aquí retorna siempre.
Cuando juntas el tiempo nos hallaba,
como a diosa visible ella te amaba
y se alegraba siempre con tu canto.
Brilla entre las mujeres de la Lidia
ahora, como cuando el sol se ha hundido
la luna con dedos de rosa
hace palidecer a las estrellas
y sobre el mar salado se difunde
su luz y en las campiñas perfumadas,
y desciende el rocío y se entreabren
las rosas y los trémulos hinojos
y las hojas del trébol florecido.
Ella sin tregua viene y va y se acuerda
de su Atis querida y el deseo
su delicado espíritu consume.
Que acudamos allá, suena su voz;
y su voz atraviesa el mar y en eco
lo repite la noche
toda llena de oídos.