Como una herida prodigiosa nace
allá en el este el sol del nuevo día.
Concordia duerme. Algo de fronda húmeda
trae en su antiguo aroma el aire vivo.
Sobre los viejos techos herrumbrados
se alzan los pavorosos edificios
donde otros como yo, tal vez, preparan
el primer mate y miran cómo nace
allá al este el milagro cotidiano
sobre la cinta pálida del río.
Cuántos amaneceres como este
habré mirado. Y sin embargo es único,
como tal vez lo soy, aunque mi padre
y mis abuelos, bien madrugadores,
lo están mirando ahora por mis ojos.
Después del primer rayo incomparable
se difunde la luz, trivializándose,
de una divina miel a una velada
claridad. Largas nubes se esperanzan
de lluvia que no viene. “Nadie sabe
lo que traerá el anochecer”, escribe
un cómico latino. Compasivos
los dioses, y no airados, nos negaron
mirar el porvenir. El sol que vuelve
no anuncia más que una ilusión abierta,
un temor, un color, la renovada
victoria de la luz sobre la noche
y de la sensatez sobre los sueños:
la pírrica victoria de quien tiene
ya perdida la guerra y acomete,
no sin algún despunte de heroísmo,
la labor cotidiana de vivir
y recorre el dormido campamento,
devuelve a su lugar alguna lanza,
da las primeras órdenes del día
y se apresta a enfrentar a los romanos.