Una
escuela que nos tenga en cuenta
Escribir sobre educación requiere
inteligencia y valentía, pero sobre todo, esperanza. Es claro que la esperanza
es lo más difícil de alcanzar, después de los años y de la experiencia en el
aula y sobre todo en las instituciones. No me parece casual que Silvina, al
hablar de escuela, piense ante todo en el aula, como célula viva dentro de la
corteza de las instituciones; corteza tantas veces vacía o que oculta un
avanzado estado de descomposición. Como ella dice en el prefacio de este libro,
“en general, la escuela reproduce prácticas asistencialistas, propias de una
sociedad enferma”. Las escuelas, dice, son “un lugar para ‘estar’, una especie
de gran contenedor que mientras puede ‘retiene’, o de lo contrario expulsa”. Y esto
quiere decir que las escuelas, con las honrosas excepciones que seguramente
podremos alegar, han renunciado a su tarea, a la función para la cual existen,
o existían. Y sin embargo, así sea esporádicamente, el aula subsiste. Esta
paradoja emerge de la experiencia: el aula aparece como lugar de resistencia y
de creación, porque siempre hay buenos docentes y siempre hay buenos
estudiantes; y en el aula, cuando los astros son propicios, esos dos actores
complementarios se encuentran y la educación sucede. Sucede, como Silvina
comprueba, en ambos sentidos. El aula es un lugar donde el maestro y el alumno
se educan el uno al otro, en un intercambio pleno de vida, de inteligencia y de
amor. Que esta palabra no sorprenda: Silvina define la educación como “la
búsqueda del diálogo, del amor y la belleza en nuestras relaciones. El amor que
nos permita, al decir de Platón, recuperar la unidad perdida”. Nada menos.
Es claro también que así concebida
la educación es una virtud que excede a la escuela. Pero Silvina no se deja abrumar
por la amplitud del asunto ni nos ofrece un compilado de abstracciones, que es
el gran riesgo de teorizar sobre algo tan altamente práctico. Por eso puso en
su título a la escuela, como centro de sus reflexiones; y por eso puso también
un verbo en modo subjuntivo: una escuela que nos tenga en cuenta; subjuntivo que expresa la esperanza no menos que
la aspiración, e incluso (que no nos asuste la palabra), la misión que este libro propone. Para que
tal escuela, tal misión y tal aspiración ocurran, es preciso renunciar a la
hegemonía; aquí no se concibe la acción de educar en un solo sentido, porque no
hay simplemente un maestro que sabe y un alumno que ignora; educar no es
adoctrinar, sino “abandonar las certezas tranquilizadoras, para desafiar el
abismo del acontecimiento”. En efecto, quien pretende educar está frente al
otro: siempre está ese otro que nos interpela, que se rebela y nos empuja a
repensar lo que creíamos saber. La educación es, en este sentido, una constante
invitación a la filosofía. Para que suceda, hace falta escuchar.
Todo esto suena muy bien, se dirá,
pero la realidad de las escuelas, hoy, está muy lejos de estos ideales. Yo creo
que Silvina ha resuelto, en este libro y en su vida entera como profesora,
aferrarse a los ideales. No es una crítica: no creo que haya otro modo de
hacerlo. La educación es eso: es un ideal llevado a la práctica, con todas las
dudas, imperfecciones y matices que se quiera; y sobre todo, es un ideal que,
al ponerse a consideración del otro, se modifica, evoluciona, madura y se
plasma finalmente de un modo no previsto al inicio. “Hoy más que nunca – dice
Silvina – debemos pensar cómo enfrentar la desolación, el desconsuelo y la
angustia institucionalizadas”. Y sí: de eso habla este libro. De cómo pensar en
una escuela que no sea la institución de la angustia y el desconsuelo.
Un concepto profundo asoma desde las
primeras páginas: el educador es un ser en tránsito, es alguien que aprende y
se transforma junto con sus alumnos y gracias a ellos. No es el poseedor de la
verdad, ni mucho menos de “toda” la verdad, sino alguien que va en busca de
ella. No es un sabio, o sea, un sofista, sino un filósofo. Su honestidad
consiste en aceptar la razón del otro: el otro, el alumno, tiene en efecto uso
de razón y algunas veces, y por eso mismo, tiene
razón; circunstancia que no es tan obvia como parece. Silvina cita varias
veces a Michel Foucault; de entre estas citas, me parece clave la siguiente:
“En la vida y en el trabajo lo más interesante es convertirse en algo que no se
era al principio... Si se supiera al empezar un libro lo que se iba a decir al
final, no se lo escribiría” (p. 64). Así pues, si educar es hacerse filósofo,
en el sentido primigenio de la palabra, hay que aceptar, en términos de Alain
Badiou, que la educación es una acción política y que “la política se ubica
siempre del lado de lo imposible, de lo novedoso, de lo aún no conocido” (p.
31).
Dentro de esta visión dinámica de la
acción educativa, se consideran diversos aspectos. Aparece, en primer lugar, el
deseo. El deseo es la contracara del temor pero ambos son inseparables: se
trata de ir hacia un vacío, adonde nunca estamos seguros de lo que nos espera.
Silvina recurre aquí a la memorable alegoría que Diótima de Mantinea le propuso
a Sócrates: el Amor, le dijo, no es un dios, puesto que no lo tiene ni lo sabe
todo. Tampoco es, obviamente, un ser mortal. Es algo intermedio: un daimón, un espíritu, o como diría García
Márquez, un demonio. El amor es hijo de Penía y Poro, palabras que en griego
quieren decir Pobreza y Recurso; por su madre, Pobreza, al amor siempre le
falta algo; por su padre, Recurso, el amor se las ingenia para remediar esa
falta. El amor está así en una situación análoga a la del filósofo: a medio
camino entre la ausencia y la presencia, siempre buscando lo que le falta,
anhelando lo que se le escapa, deseando una verdad que es fatalmente
provisoria, móvil, sujeta al desafío de lo que acontece. La certeza nos
aquieta, la ignorancia nos paraliza; la filosofía nos hace andar.
Un segundo aspecto es la educación
estética, es decir, el afán y la necesidad de belleza. Silvina expone aquí
sugerencias de filósofos y de poetas muy diversos. Nos dice, con Platón, que el
conocimiento está siempre ligado a la memoria y al amor. Cita a Rousseau, para
quien el oficio más noble, el oficio para el cual vale la pena educarnos, es el
oficio de ser hombre; y para serlo, debemos hallar la armonía con la
naturaleza, tanto la que está fuera como la que está dentro de nosotros. Se
apoya en Schiller, para quien la educación estética es el fundamento de la
educación moral, mediante la realización libre del ideal interior. Recuerda a
Marcuse, que describió al “hombre unidimensional” y alienado que crea esta
civilización y pensó que la única forma de liberar las energías reprimidas es
dar lugar a la fantasía.
Otro aspecto inherente a la acción
de la escuela es el diálogo. Esto hace juego con un concepto dinámico,
filosófico, de la educación. Es relevante, en este capítulo, la idea del
diálogo como acción. Aparece la distinción formulada por Hannah Arendt entre
labor, trabajo y acción; labor es aquello que hacemos todos los días y cuyo
producto es efímero: las tareas domésticas por ejemplo; trabajo es lo que
produce algo duradero: una mesa, un vestido o un cuadro; acción, finalmente, es
tomar una iniciativa para transformar algo en el mundo. En la acción, a
diferencia del trabajo, nunca podemos saber bien lo que estamos haciendo, ni
deshacer por completo su resultado. Educar no es labor ni trabajo, sino acción:
sus efectos no suelen verse a corto plazo, ni lo que hacemos con buenas
intenciones redunda siempre en un bien. Todos los docentes sabemos cuántas
veces nos equivocamos y cuántas veces recibimos una gratitud tan tardía que ya
no tenemos registro de haber hecho, hace tantos años, lo que ahora nos
agradecen.
De aquí pasamos naturalmente a la
educación como proceso de conversión (p. 53). Este concepto se remonta a Platón
y a su más célebre alegoría. Los hombres estamos encadenados desde la infancia
con la cabeza vuelta hacia el fondo de la caverna, donde otros hombres hacen
pasar sombras que tomamos por realidades. Si uno de nosotros logra libertarse y
salir de aquí, al principio sentirá horror a la luz; pero cuando se acostumbre
a ella, comprenderá la diferencia entre las sombras que antes veía y la
realidad que ahora ve; sentirá compasión por sus antiguos compañeros y querrá
liberarlos. Ellos se negarán de plano; lo acusarán de no ver la realidad, de
hablarles de cosas que no existen. Lo llamarán idealista. Si pudieran soltarse
de sus cadenas, lo matarían de inmediato, para que no los atormente hablándoles
de ser libres. Esto lo repitió con terrible lucidez Dostoievsky, en el relato
del Gran Inquisidor de Sevilla, incluido en Los
hermanos Karamázov. Los hombres no quieren ser libres, porque ser libres los
haría también responsables. Ese es el fundamento más profundo del rechazo a la
educación. No obstante, en la fábula que cuenta Iván Karamázov, el Gran
Inquisidor pone preso a Jesús y le prohíbe hablar con el pueblo, no vaya a ser
que lo escuchen y a la Inquisición se le termine el negocio.
Este libro es el testimonio de una
convicción mantenida en la práctica, contra viento y marea, durante muchos
años. Esto le da autoridad a Silvina para insistir en que la escuela es un
lugar privilegiado para transformar nuestra sociedad. Lo cual es también un
llamamiento a los colegas docentes: a su libertad y a su responsabilidad, de la
que muchos, con demasiada frecuencia, nos hemos ido olvidando. Nos parece que estamos
sujetos a un programa previo, cuando en realidad podemos cambiarlo; nos parece
que las reglas del juego son inamovibles. Es obvio que tenemos límites muy
severos, de los que habla también Silvina. Pero quizá seamos, en el fondo, más
libres de lo que creemos ser. Al respecto Silvina transcribe un relato que me
parece muy bueno, tomado de un artículo de Luis Jalfen. Hay una frontera y un
hombre quiere pasarla con una carretilla, al parecer llena de pasto. Los de la
aduana le preguntan qué lleva ahí, y el hombre contesta: “Pasto”. Revisan, no
hay más que pasto, lo dejan pasar. Al día siguiente se repite la escena: lo
revisan, sólo hay pasto, lo dejan pasar. Después de varios meses viendo pasar al
hombre todos los días con su carretilla, el jefe de la Aduana le propuso un
trato: que le dejaría pasar lo que quisiera a cambio de que le dijera qué era
lo que contrabandeaba. El hombre respondió sencillamente: “Carretillas”. Lo
obvio suele ser invisible. Pero además, el contenido expreso de los programas
(el pasto) no es todo lo que enseñamos, ni siquiera lo decisivo; el cómo, en educación (la carretilla), es
lo más importante; es lógico que así sea, porque se trata de un arte.
Cualquiera sabe que con un mismo programa este maestro hace maravillas y aquel otro
aburre, oprime o degrada, del mismo modo que sobre un mismo asunto se compone
un folletín olvidable o una estupenda novela.
Dentro del capítulo sobre el proceso
de conversión, me ha sorprendido gratamente la inclusión del libro Demian, de Hermann Hesse. Libro que fue,
creo yo, el santo y seña de nuestra generación. Silvina rescata de él,
particularmente, el viaje interior, y la escritura inalienable de la propia
historia. Sin duda este libro es notable también porque nos enfrenta casi
brutalmente al problema del mal, encarnado en un niño malvado que atormenta al
protagonista. De algún modo sabemos que ese tormento es el umbral de
iniciación; todos lo hemos sufrido: allí se decide nuestro destino. O nos
dejamos paralizar por el miedo, o nos convertimos en lo que debemos ser.
Quiero referir ahora dos historias
que Silvina trae a este libro y de cuyo contraste creo extraer una enseñanza.
La primera es la historia de los dos Simones: Simón Rodríguez y Simón Bolívar.
Simón Rodríguez fue preceptor de Bolívar entre 1792 y 1797, o sea, entre los
nueve y los catorce años del futuro libertador. En 1805 vuelven a encontrarse,
en París. Este Bolívar de 22 años es un muchacho triste y de mirada absorta; ha
quedado viudo muy joven, antes de cumplir ocho meses de casado, y no sabe qué
hacer con su vida. Rodríguez le propone viajar a pie hasta Roma. En ese viaje,
el maestro intenta despertarlo a todas las maravillas que ofrecen a la vista,
pero el otro parece ausente. Sin embargo, cuando llegan a la Ciudad Eterna,
sobre el Monte Sacro, Bolívar jura volver a Venezuela y libertar a su patria.
La segunda historia no incluye
próceres, es mucho más cercana y por eso mismo más conmovedora. Además, viene
narrada en primera persona, confirmando la importante huella autobiográfica que
hay en el libro. Sucedió en 2002 o 2003 en una escuela secundaria de Concordia,
en lo que entonces se llamaba 8º año de EGB. Su protagonista es una chica que
tenía una situación familiar muy difícil. Silvina era la asesora pedagógica de
la escuela; cito su propio relato porque no creo poder resumirlo sin pérdida.
Recuerdo con mucha
nostalgia a esa alumna (...). Durante una clase de Tecnología me llamó la
profesora, no sabía qué hacer con ella, estaba tirada en el piso del aula, no
había traído el material de trabajo, parecía estar como perdida. Entré al aula,
la escena era muy dura, sentada en el piso se perforaba las zapatillas con un
clavo. La empecé a hablar, me senté en el piso con ella, no parecía prestarle
atención a mis palabras. Insistí. Poco a poco empezó a mirarme, creo que le
asombró que no la retara. Me contó que no tenía los materiales para trabajar.
Sus compañeros estaban fabricando poleas. Le pregunté si se quería asociar con
otro compañero que también estaba solo en la otra punta del aula. Pareció
interesarle. Lo llamé. El otro chico se acercó y aportó los elementos que
tenía. Faltaba una madera para la base. Con una mueca de entusiasmo en la cara,
comentó que ella conocía un lugar de la escuela en donde había maderas
apiladas, le dije que sería bueno ir a buscar una. Salió del aula y regresó al
ratito con una madera, resto de una silla rota; la había ido a buscar al
sótano. Empezaron a construir con el compañero. Se entusiasmó con el martillo.
El otro chico daba las indicaciones. Iban bien encaminados. Alguien me llamó
por teléfono, me tuve que retirar del aula, ir a la secretaría a atender el
teléfono, luego otras diligencias me entretuvieron, cuando llegué al aula ya
había terminado la clase. En el recreo, ante mi pregunta, la alumna me contó
que habían tirado el trabajo al tacho de basura. ―A nadie le importa lo nuestro – agregó.
Hace unos días, limpiando
mi armario en la escuela, encontré la madera y el esbozo de polea. Lo había
juntado del tacho, tenía una charla pendiente con ella que nunca pudo ser.
Luego de aquel episodio tan confuso como terrible que la tuvo como protagonista
no volvió más a la escuela.
Silvina ve en la historia de Simón
Bolívar y Simón Rodríguez una metáfora magnífica de la educación. Pero también,
con honestidad admirable, nos cuenta esta segunda historia, mucho más modesta,
mucho más cercana y muy dolorosa, que tiene lugar en medio de la peor crisis
vivida por la Argentina en democracia. En esta también veo yo un símbolo de lo
que sucede en la escuela, receptora de esos adolescentes frágiles,
desorientados, librados a sí mismos, y desorientada ella también, presa de su
propia impotencia. Quizá haya algo peor; quizá en el fondo hayamos dejado de
creer en el otro; quizá hayamos perdido la virtud de creer espontáneamente en
el otro, y nos cueste mucho recuperar la fe. La frase final de la alumna (“A
nadie le importa lo nuestro”) queda sonando trágicamente en la memoria.
Por esta honestidad que llega a meter
el dedo en la llaga, tanto como por la amplitud de una mirada que intenta
abarcar las múltiples facetas del asunto, y por un recorrido de lecturas tan
amplio que va de José de Calasanz a Nietzsche, para citar dos extremos, este
libro exhibe en alto grado la inteligencia y la valentía de que hablé al
principio. Y también la esperanza. Silvina propone una escuela que nos tenga en
cuenta. Que no sea una mera guardería, ni una mera fábrica de certificados de
estudio. Silvina propugna una pedagogía ad
libitum y una escuela “a escala humana”. Todo lo cual, creo, se podría
resumir en la fórmula: respeto por el otro. Una ancha franja de nuestra
sociedad se ha empobrecido más allá de lo imaginable. Suele decirse que hay una
pobreza cultural, más grave que la pobreza económica; pero ¿cuál es esa pobreza
cultural? La filosofía de la existencia nos ofrece esta clave: la vida humana
necesita proyectarse; la existencia, para tener sentido, debe sentirse como un
proyecto, como una acción “lanzada hacia delante”, que atiende un futuro.
Pobreza cultural es estar privados de proyecto, vernos reducidos a un plan que nos
da de comer.
Antonio Machado escribió esta
sencilla copla:
El ojo que
ves no es
ojo porque tú
lo veas:
es ojo porque
te ve.
Esto quiere decir que el otro existe
de veras y que es humano igual que yo. No es un pretexto para cobrar un
salario, ni un número para engrosar la matrícula. Es un ser libre, es un ser
único. La educación no se mide por estadísticas. La educación sucede cuando
sucede ese diálogo entre seres libres que buscan, juntos, hablándose, la
verdad.
Quienes recorran, al final de este
libro, las referencias bibliográficas, verán que no sólo registran libros y
autores: también entrevistas y aportes de colegas, alumnos y amigos que no
figuran en Wikipedia. A esto se le puede llamar, en buena ley, “escuchar”. De
esa escucha, que presupone creer en el otro, nace la profunda esperanza que
anima este libro. La esperanza de que aquella terrible pobreza de que hablamos no
sea irreparable; que pueda repararse, y sin duda empezar a repararse en un
lugar preciso: la escuela.
Quiero cerrar esta aproximación
recordando unos versos de Miguel de Unamuno, que me acompañan desde hace
tiempo; espero que se lean como homenaje al gesto que es este libro, a la
actitud de que este libro da testimonio. Son los versos finales del poema “A la
esperanza”.
Yo te espero,
sustancia de la vida:
no he de
pasar cual sombra desvaída
en el rondón
de la macabra danza,
pues para
algo nací; con mi flaqueza
cimientos
echaré a tu fortaleza
y viviré
esperándote, ¡Esperanza!
Alejandro Bekes
Concordia,
26 de marzo de 2016