Iurare in verba magistri
A Gustavo Lambruschini
Me reencuentro, no sé si por azar,
con estos versos, tan citados, de la primera epístola de Horacio. Los llevé
largo tiempo conmigo, después quedaron en algún rincón de la memoria y ahora
vuelven, como obedeciendo a un remoto ciclo planetario:
Ac ne forte roges quo me duce,
quo Lare tuter;
nullius addictus iurare in verba
magistri
quo me cumque rapit tempestas
deferor hospes.
Y no me quieras preguntar
qué jefe o qué escuela me guía:
no apegado a jurar por las
palabras de maestro ninguno,
donde la tempestad me
arrastra, como huésped me acojo.
El interlocutor es,
por supuesto, Mecenas. Y la negativa anticipada del poeta tiene su razón de
ser. Ya no quiere que le pregunten si es un epicúreo consecuente (o sea, un nitidum Epicuri e grege porcum), o acaso
un cínico, un peripatético o un estoico... Ya no lo quiere. Et pour cause. En aquella Roma tan
urbana y tan escéptica, como en el mundo tan desinhibido y libre de hoy, había
que ser algo. Había, hay que tener encima algún rótulo que les permita a los
otros catalogarnos. Horacio se niega. Por eso, sin duda, se queda solo. Mejor
dicho: está solo. Benditamente solo, no meramente en su finca de la Sabina,
rodeado del murmullo del aire en las altas ramas y de la fuente de Bandusia
entre las ramas sonoras, sino en su soledad ideal de poeta filósofo, que no se
casa con nadie, que no jura sobre el libro de ningún maestro y prefiere oír lo
que le susurran las hojas. Es claro que hoy no podría ganar un concurso
universitario.
Werner Jaeger nos
recuerda, para nuestra sorpresa quizá, que “las sectas, el dogma y la teología
son productos distintivos del espíritu griego”. Pero –agrega– “no es de la
religión griega de donde brotan, sino de la filosofía, que en la época
helenística estaba dividida en un buen número de sectas, definida cada una por
su propio y rígido sistema dogmático”. Ahí tenemos la paradoja de que el mismo
pueblo que inventó la democracia y la expresión sin ambages o parrhesía, después inventó también la
obligación de pertenecer a algún grupúsculo o conventículo, de sostener a
rajatabla algún dogma y de jurar sobre la palabra de algún maestro. Esto llegó
por supuesto a Roma, pero allí (Dios sabe por qué) el espíritu de un Cicerón o
el de un Horacio se negaron a acatar la orden. Como se sabe, los manuales
llaman eclecticismo a esta actitud,
pero me pregunto si no podríamos llamarla sencillamente libertad. Echar mano de las teorías como quien usa una caja de
herramientas, he oído decir que dijo un filósofo. Otros, más cautelosos o más
timoratos, piensan que no hay herramientas neutras, que todas llevan la marca
de la ideología a la que pertenecen y que (por lo tanto) “hay que tener cuidado”
con los conceptos que uno esgrime o maneja, no sea cosa que nos confundan con
lo que no queremos ser...
No sé qué siente mi
lector, pero creo estar un poquito harto de esas personas que, cuando les
presentamos una duda o un problema o una crítica, nos responden citando el
manual, no sólo ab ovo usque ad malum,
desde el huevo hasta la manzana o desde el aperitivo hasta el postre, sino
también ad nauseam. ¿No se siente mi
lector, ante actitudes semejantes, ligeramente subestimado? ¿No siente la sutil
condescendencia de quien cree que hemos olvidado la lección y que por ende
necesitamos que nos la repitan? ¿No sentía mi lector lo mismo cuando, en la
escuela, un compañero se sacaba un diez por repetir en el frente, igual que un
magnetófono o un loro, el medio párrafo que el profesor nos había indicado, y
que con pudoroso lápiz habíamos marcado en el libro con las palabras “desde” y “hasta”...?
Ya me parecía. Coincidimos entonces. No somos afectos a repetir el manual, no
somos adictos a la palabra magistral. Diga lo que diga, el parrafito proviene en
última instancia de un ser humano como yo, que como yo puede acertar o puede
equivocarse, no de alguna aterradora divinidad incógnita que lo pronunció in illo tempore, ante la consternada
expectación de sus apóstoles. En todo caso, me parece más coherente la
existencia de católicos o mahometanos dogmáticos y ortodoxos, que la de marxistas,
guevaristas, maoístas, heideggerianos o bourdieuanos o luisd’elianos dogmáticos
y ortodoxos. Hermoso sería prescindir de los sufijos –ista y –ano. Hermoso sería
ser libres. Permitirnos, como quería Tácito, sentir lo que queramos, y no solo decir
lo que sentimos. De poco vale la libertad de expresión, si no somos libres de
pensar. Si hemos renunciado a pensar, mejor dicho, por la comodidad de repetir
lo que otros pensaron. O por el miedo a coincidir con quienes creemos niños muy
malos, servidores de Satanás.
1 de
diciembre 2015
1 comentario:
Muy bueno Ale, es uno de los asuntos que más me interesa en esta etapa de mi vida.
Es notable como, una vez que se encuentra el significado profundo de la libertad de pensar, es casi imposible volver a entrar en la jaula de las teorías y los dogmas.
Guille
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