jueves, 7 de marzo de 2013




Un poema de Victor Hugo

Al inicio de su fantástico y desmesurado libro sobre Shakespeare, Victor Hugo refiere que, en los primeros días de su exilio en la isla de Jersey, conversaba con su hijo menor sobre la mejor manera de aprovechar aquel tiempo. "¿En qué piensas emplearlo?" preguntó el hijo. "Contemplaré el océano", respondió el padre; y después de un silencio: "¿Y tú?" "Yo -repuso el hijo- traduciré a Shakespeare". El poeta sabía que las palabras resuenan y no se vinculan sólo con aquel a quien se refieren sino también con quien las ha dicho. La obra poética de Hugo abarca tan diversas maneras -de la límpida nota lírica a la amplia meditación filosófica, de la insondable lamentación a la graciosa anécdota, de la moral más grave a la sensualidad más exquisita, de lo íntimo a lo exótico-, que bien se siente al leerla lo que sugiere aquel diálogo, es decir, que esta obra, como el océano o como Shakespeare, no tiene límites. De entre sus muchas formas, la epopeya de raíz bíblica es una de las que más me ha conmovido siempre; y de entre ellas, La conscience y, por supuesto, Booz endormi. De la primera, cuya traducción ofrezo ahora, me parece admirable ante todo la composición, sabiamente graduada y variada y en clímax constante; luego, la genial asociación del pecado y la culpa (vale decir, de la conciencia) con la civilización. Esta asociación no es sencilla: no se trata solamente de que la conciencia moral sea el origen de las ciudades; también las ciudades son recintos violentos, de donde Dios parece expulsado. Y sin embargo, ese ojo que todo lo ve puede penetrar el más recóndito hueco donde se refugia el que quiere huir de sí mismo. 



La conciencia

Con sus hijos vestidos de pieles de animales,
Desmelenado y lívido bajo los vendavales,
Cuando Caín delante de Jehovah hubo huido,
Al venirse la noche ese hombre ensombrecido
Llegó a una gran llanura, bajo montes gigantes;
Su mujer fatigada y sus hijos jadeantes
Le dijeron: “Echémonos a dormir en la tierra”.
Caín pensaba, insomne, al pie de aquella sierra.
Al alzar la cabeza, entre fúnebres nieblas
Vio un ojo, un ojo inmenso abierto en las tinieblas
Que lo miraba desde la sombra fijamente.
“Estoy muy cerca”, dijo temblando; y a su gente
Despertó, a la agotada mujer, al hijo reacio
Y continuó su fuga, siniestro en el espacio.
Cuando hubo treinta días, treinta noches andado,
Mudo, pálido, al mínimo ruido atemorizado,
Furtivo, sin mirar tras de sí, sin espera,
Sin reposo, sin sueño, alcanzó la ribera
Del mar, en el país que Asur se llamó luego.
“Detengámonos ―dijo― y tengamos sosiego;
Descansemos: los límites del mundo hemos tocado”.
Cuando sentado estuvo, vio en el cielo apagado
El ojo, allá en el fondo del horizonte umbrío.
Estremecido entonces, con negro escalofrío:
“Ocúltenme” ―gritó. Y, en los labios el dedo,
Al viejo huraño vieron todos temblar de miedo.
Caín dijo a Jabel, padre del pueblo que iza
En el hondo desierto su tienda voladiza:
“Extiende de este lado la tela de tu tienda.”
Y entonces desplegaron la flotante vivienda;
Y una vez que con pesos de plomo estuvo fija,
“¿No ves ya nada?” ―dijo Tsila, la rubia hija
De sus hijos, la niña dulce como una aurora;
Y Caín respondió: “¡Lo veo igual ahora!”
Jubal, padre de aquellos que mandan los señores
A soplar los clarines y golpear los tambores,
Gritó: “¡Yo he de construir una barrera fiel!”
Hizo un muro de bronce, puso a Caín tras él.
Caín dijo: “Ese ojo me mira siempre.” Airado
Dijo Enoch: “Pues haremos un murallón torreado,
Tan terrible que nunca precise centinela.
Una ciudad alcemos, con una ciudadela,
Una ciudad alcemos, cerrada con aceros.
Tubalcaín entonces, padre de los herreros,
Construyó una ciudad enorme y sobrehumana.
En tanto, sus hermanos, en la pradera llana,
A los hijos de Enós y a los de Set cazaban,
Y a todo el que veían los ojos le arrancaban;
A la noche, asaeteaban los astros infinitos.
A la tienda de tela la reemplazó el granito;
Ligaron cada bloque con nudos de herrería,
Y una ciudad de infierno la ciudad parecía;
Sus torres daban sombra de noche a las campañas;
Dieron a las paredes el grosor de montañas;
En la puerta grabaron: “Prohibido a Dios entrar.”
Y cuando terminaron de cerrar y murar,
En una pétrea torre pusieron al sombrío
Anciano, siempre lúgubre y extraño. “¡Oh padre mío!
―Dijo Tsila temblando― ¿el ojo ya no está?”
Y Caín respondió: “Él siempre sigue allá.”
Entonces dijo: “Quiero vivir bajo la tierra,
Como hombre solo a quien ya el sepulcro lo encierra;
Yo no veré ya nada, por nada seré visto.”
Se hizo, pues, una fosa. Caín dijo: “Estoy listo.”
Luego descendió solo a esa bóveda fría
Y cuando se sentó ya en su silla sombría
Y el foso fue cerrado sobre su frente al fin,
Aquel ojo en la tumba lo miraba a Caín.