sábado, 17 de agosto de 2013

Todo en ella encantaba...

Libros inolvidables: libros que nos acompañan, sin que nos demos mucha cuenta, toda la vida, y para los que cuenta muy poco que hayan alcanzado el ingreso al canon de quien diablos sea que dicta las preferencias obligadas de los lectores, o que se hayan quedado de este lado. Y quién sabe si no es mejor que sigan de este lado, en la penumbra donde guardamos las cosas más queridas, lejos de la luz pública que afea todo... Releía para mis alumnos, hace unos días, el poema “Gracia plena”, el más entrañable, tal vez, de aquel entrañable libro de Amado Nervo, La amada inmóvil. Y descubrí algo que no recuerdo haber dicho sobre él, en la oblicua, ambigua y acaso ingrata apología que le dediqué hace un tiempo. El poema dice:

Todo en ella encantaba, todo en ella atraía,
su mirada, su gesto, su sonrisa, su andar...

Y más adelante:

Una dulce y amable dignidad la investía
de no sé qué prestigio lejano y singular.
Más que muchas princesas, princesa parecía...

Y lo que creí descubrir allí (quizá por enésima vez) es que uno de los más penosos y pasmosos horrores de perder a un ser íntimo es la comprobación de que la esencia, la incomparable e irrepetible presencia única de ese ser, o como habría dicho Shakespeare, the thing she was, se pierde irremediablemente a partir del día mismo en que cae el terrón sobre su féretro; que nuestro ser amado (que estamos tan seguros de no olvidar nunca) sufre ahora la ley común y se disgrega, cae bajo la humillación infinita de disolverse en olvido del mismo modo que su cuerpo se deshace en la tierra... De esta sorpresa siempre renovada, siempre insoportablemente angustiosa, y del deseo de evitar ese destino atroz, nació tal vez este poema, como una flor única de amor hacia la amada muerta.

Era llena de gracia, como el Avemaría,
¡y a la fuente de gracia, de donde procedía,
se volvió... como gota que se vuelve a la mar!