sábado, 23 de febrero de 2013

Un buen resumen

      "Elena Vasilievna, que nunca ha querido a nadie salvo a su cuerpo y que es una de las mujeres más estúpidas del mundo, se presenta ante la gente como una inteligencia superior y refinada, y todos se inclinan ante ella. Napoleón Bonaparte ha sido despreciado por todos mientras era grande, y desde que es un vulgar comediante, el emperador Francisco hace todo lo posible por darle a su hija como concubina. Los españoles dan gracias a Dios por medio del clero católico por haber vencido a los franceses el catorce de junio, y éstos, también por medio del clero católico, rezan por haber vencido a los españoles ese mismo día. Los hermanos masones juran por su sangre  que están decididos a sacrificar todo por su prójimo, pero no pagan su rublo de cuota para los pobres e intrigan y hacen gestiones para obtener el auténtico tapiz escocés y un acta cuyo sentido no entiende ni siquiera el que la ha escrito ni es necesaria para nadie. Nosotros todos profesamos la ley cristiana del perdón por las injurias y el amor al prójimo, ley por la que hemos erigido en Moscú cuarenta veces cuarenta iglesias, y, sin embargo, ayer han azotado hasta la muerte a un soldado desertor y el defensor de esa ley de amor y de perdón, el sacerdote, le hizo besar la cruz antes del castigo".

León Tolstoi, Guerra y paz, VIII, I

Traducción de Irene y Laura Andresco

lunes, 18 de febrero de 2013


Nerval

No hace mucho, el 26 de enero, Pablo Anadón recordaba en su muro a Gérard de Nerval, aquel poeta francés que muchos hemos leído y amado, y que un día con ese número y nombre, en 1855, se mataba en un gélido callejón de París. Hoy quiero rendirle homenaje transcribiendo uno de sus poemas más notables y más herméticos, Ártemis, con una traducción que hice hace algunos años y que apenas pretende ser un camino hacia el texto. Éste nos habla en un lenguaje iniciático; forma parte de la serie de las Quimeras, poemas que un gran amigo de Nerval, Théophile Gautier, describió como "los oráculos de un dios desconocido". El Trece aparece al inicio, como una sugestión de antiguos calendarios lunares; la guerra de los colores, insinuada al final, forma parte de otra, entre la Diosa y los dioses, cuya historia compleja e incierta se entreteje en estos doce enigmáticos sonetos. Es posible, quizá, percibir la belleza de ésta y de las otras Chimères sin penetrar la dura cáscara de sus símbolos. Materia difícil, que dejo para otro momento. Por hoy, apenas ofrezco esta rosa votiva. Que los manes de Gérard sean honrados.

   
Artémis


La Treizième revient... C’est encore la première;
Et c’est toujours la Seule, ou c’est le seul moment;
Car es-tu Reine, ô Toi! la première ou dernière?
Es-tu Roi, toi le Seul ou le dernier amant?...

Aimez qui vous aima du berceau dans la bière;
Celle que j’aimai seul m’aime encor tendrement:
C’est la Mort ou la Morte... O délice! O tourment!
La rose que elle tient, c’est la Rose trémière.

Sainte napolitaine aux mains pleines de feux,
Rose au cœur violet, fleur de sainte Gudule:
As-tu trouvé ta Croix dans le désert des Cieux?

Roses blanches, tombez! vous insultez nos Dieux,
Tombez, fantômes blancs, de votre ciel qui brûle:
La Sainte de l’Abîme est plus sainte à mes yeux!


Ártemis

La decimotercera vuelve... y es la primera
Y es la única siempre o es el único instante.
Pues ¿eres, Reina, acaso, la primera o postrera?
¿Eres acaso el único, Rey, o el último amante?

Amad al que os amó de la cuna a la fosa;
La que yo solo amaba me ama aún con ternura:
Es la Muerte o la Muerta. ¡Oh delicia! ¡Oh tortura!
La Rosa que ella guarda es la fiel Malvarrosa.

Santa napolitana de las manos ardientes,
Rosa de Santa Gúdula de cárdena garganta,
¿Has hallado tu cruz en los yermos del cielo?

Insultáis nuestros dioses, rosas de blanco velo:
¡Caed, blancos fantasmas, de esos cielos candentes!
A mis ojos la Santa del Abismo es más santa.

lunes, 4 de febrero de 2013


Palinuro y su oficio de tinieblas



Varados, hará nueve o diez años, no en una playa ignota frente a la mar multisonora, sino ante un escueto par de cervezas en una alegre mañana santafesina, Pablo Anadón me comunicó el poema de Merwin sobre Palinuro. Desde entonces (como a Alfonso X la leal Sevilla) no me ha dejado; parece crecer por su cuenta en la memoria, entenderse a sí mismo a medida que el tiempo pasa y se acumulan las pruebas a su favor. Pablo me dijo entonces, y asentí de inmediato, que ese poema de cuatro versos es quizá la más precisa visión de la condición del poeta en el mundo que tenemos. Él descubrió el texto hace mucho, en la versión de Alberto Girri, por intermedio de Horacio Castillo; después, en Florencia, conoció otras cosas del poeta norteamericano, esta vez en su lengua original. Pero aquí va ahora la versión girriana:

Los huesos de Palinuro le rezan a la Estrella Polar

Consuélanos. El viento escoge entre nosotros.
Nuestra blancura es una desordenada estela nocturna.
Solitario candor, sé perenne en nosotros,
que desolados fulguramos sin indicar el rumbo.

            Casi me avergonzaría comentar el poema —Pablo le ha dedicado una página imborrable, aparecida en la Fénix de abril de 2003—, si no fuera porque quiero decir algo más sobre Palinuro, y no veo cómo empezar si no es por acá. Merwin compone apoyándose en el texto de la Eneida, sin duda, pero transfigurándolo con libertad. Palinuro, timonel de la nave capitana, va guiando a la flota de Eneas por el Tirreno, rumbo a la Italia prometida; mágicamente serenos están el mar y la noche, los marineros duermen blandamente en sus duros bancos. Ahora el Sueño quiere vencer también al piloto; adopta primero la forma de uno de sus compañeros, Forbante, y trata de persuadirlo con fingidas palabras (copio la traducción de Eugenio de Ochoa):

“Palinuro, hijo de Iasio, observa cómo las olas por sí mismas conducen la armada; serenos soplan los vientos; ésta es la hora de descansar; inclina la cabeza y sustrae al trabajo los fatigados ojos. Yo te reemplazaré por un rato.”

Palinuro no se deja engañar; intenta, ay, vencer al Sueño poderoso:

“¿Quieres que ignore lo que es la mar en bonanza y lo que son las olas apacibles? ¿Que me fíe de ese monstruo? ¿Que entregue la suerte de Eneas a los falaces vientos, después de haberme engañado tantas veces las insidias de un cielo sereno?”

Y alzándose con toda su fuerza, aferrando la barra del timón, clava los ojos en los astros. Pero entonces el dios invencible le sacude sobre las sienes un ramo empapado en el río del Olvido y en el sopor de la Estigia, aquella laguna por la que los mismos dioses temen jurar. Se apoya sobre él el numen, le cierra los ojos, le afloja las piernas y lo empuja al mar. En la caída, arrastra la barra que tenía en sus manos, y por ella se salva de morir ahogado. En tanto, la flota sigue su curso, no lejos de las temibles islas de las Sirenas. Pero Eneas no duerme; y al advertir su nave a la deriva, toma él mismo la dirección en medio de la noche, llorando por su amigo perdido:

O nimium caelo et pelago confise sereno,
nudus in ignota, Palinure, iacebis harena.

“Oh, en exceso confiado en el mar y el cielo sereno,
desnudo en ignorada arena yacerás, Palinuro.”

Varias centenas de hexámetros después, Eneas baja al Averno de la mano de la Sibila; allí, en la antesala siniestra del mundo infernal, todavía de este lado del tartáreo Aqueronte, Palinuro relata su desastrado fin. No murió en las olas como Eneas creía; el oráculo no mintió al decir que ningún troyano perecería en el ponto; Palinuro, asido a su tabla, flotó tres noches en un mar tormentoso, y fue a dar a una playa desconocida, donde los naturales lo mataron. Allí sus huesos yacen insepultos, allí donde todavía hoy los mapas de la costa lucana muestran el Cabo Palinuro. El relato del muerto termina con este muy bello hexámetro, que Merwin glosará en su poema: Nunc me fluctus habet versantque in litore venti: “Ya el oleaje me tiene y en la costa me remueven los vientos.”
            Ahora —ahora: en la época que le dictó a Merwin este poema— los huesos del timonel ya no marcan rumbo ninguno. Solamente fulguran en la playa. Su blancura remeda la desordenada estela nocturna de ninguna nave. Y sólo puede pedir consuelo a Polaris, a la estrella que señala el mudo Norte inaccesible, la desolada “idea del Norte” de que hablaba quizá Glenn Gould. Allá parecen dirigir su plegaria estos huesos por entre los cuales se filtra el viento y silba o susurra. “Ya el poeta no puede pretender convertirse en guía de los otros hombres —escribe Pablo Anadón—... No obstante, aunque el resplandor de sus huesos, de sus versos, conforme ‘una desordenada estela nocturna’, en ese fulgor disperso cada uno puede hallar una cifra de su propio padecimiento. Y en su brillo, el de la poesía en un mundo sin Dios, puede encontrarse asimismo una reminiscencia al menos de aquel ‘solitario candor’...”
            Sin conocer todavía esta límpida exégesis, yo había escrito estos versos, que tal vez nada agreguen, pero que acaso acompañen o intenten vestir la desnuda osamenta oracular de Merwin:

Palinuro

Desvelado en la muerte Palinuro,
timonel insepulto, en la ribera
tus huesos blancos niegan tu reposo.
Para tus compañeros la memoria,
para la arena tu carroña límpida,
para el mar lo que fuiste, irrestañable.

Imaginemos que en algún momento, en medio del fluir y a la ventura de sus años, un hombre siente que ha perdido el rumbo, que anda a la deriva en un mar insidiosamente sereno, y recuerda entonces el mito del piloto vencido y abre la Eneida de Eugenio de Ochoa o la de Virgilio. Comprende, al leer esto, que hay en el fondo del hombre un jefe siempre despierto, un guía seguro, que vela cuando los demás duermen, cuando se duerme y desaparece incluso el vigía. (Palinuro quiere decir, en griego, “el que guarda dos veces”.) Eneas toma personalmente el mando: llorará por el muerto, pero seguirá adelante. Pues como dice San Columbano: nullus enim in via habitat sed ambulat, ut qui ambulent in via, habitent in patria.

Oficio de tinieblas, Palinuro,
es el tuyo, de cara a esas estrellas
que no saben leer en nuestros labios
el anhelo que nombran, el anhelo
de saber si hay un rumbo en el abismo
para volver adonde no sabemos,
para volver a tierra. Porque el piélago
es un camino errante y no la patria,
y nadie en el camino —dice el santo—
habita, sino anda, porque habiten
en la patria por fin los caminantes.

De Lo intraducible (2010)