miércoles, 13 de abril de 2016


Una escuela que nos tenga en cuenta

 

            Escribir sobre educación requiere inteligencia y valentía, pero sobre todo, esperanza. Es claro que la esperanza es lo más difícil de alcanzar, después de los años y de la experiencia en el aula y sobre todo en las instituciones. No me parece casual que Silvina, al hablar de escuela, piense ante todo en el aula, como célula viva dentro de la corteza de las instituciones; corteza tantas veces vacía o que oculta un avanzado estado de descomposición. Como ella dice en el prefacio de este libro, “en general, la escuela reproduce prácticas asistencialistas, propias de una sociedad enferma”. Las escuelas, dice, son “un lugar para ‘estar’, una especie de gran contenedor que mientras puede ‘retiene’, o de lo contrario expulsa”. Y esto quiere decir que las escuelas, con las honrosas excepciones que seguramente podremos alegar, han renunciado a su tarea, a la función para la cual existen, o existían. Y sin embargo, así sea esporádicamente, el aula subsiste. Esta paradoja emerge de la experiencia: el aula aparece como lugar de resistencia y de creación, porque siempre hay buenos docentes y siempre hay buenos estudiantes; y en el aula, cuando los astros son propicios, esos dos actores complementarios se encuentran y la educación sucede. Sucede, como Silvina comprueba, en ambos sentidos. El aula es un lugar donde el maestro y el alumno se educan el uno al otro, en un intercambio pleno de vida, de inteligencia y de amor. Que esta palabra no sorprenda: Silvina define la educación como “la búsqueda del diálogo, del amor y la belleza en nuestras relaciones. El amor que nos permita, al decir de Platón, recuperar la unidad perdida”. Nada menos.

            Es claro también que así concebida la educación es una virtud que excede a la escuela. Pero Silvina no se deja abrumar por la amplitud del asunto ni nos ofrece un compilado de abstracciones, que es el gran riesgo de teorizar sobre algo tan altamente práctico. Por eso puso en su título a la escuela, como centro de sus reflexiones; y por eso puso también un verbo en modo subjuntivo: una escuela que nos tenga en cuenta; subjuntivo que expresa la esperanza no menos que la aspiración, e incluso (que no nos asuste la palabra), la misión que este libro propone. Para que tal escuela, tal misión y tal aspiración ocurran, es preciso renunciar a la hegemonía; aquí no se concibe la acción de educar en un solo sentido, porque no hay simplemente un maestro que sabe y un alumno que ignora; educar no es adoctrinar, sino “abandonar las certezas tranquilizadoras, para desafiar el abismo del acontecimiento”. En efecto, quien pretende educar está frente al otro: siempre está ese otro que nos interpela, que se rebela y nos empuja a repensar lo que creíamos saber. La educación es, en este sentido, una constante invitación a la filosofía. Para que suceda, hace falta escuchar.

            Todo esto suena muy bien, se dirá, pero la realidad de las escuelas, hoy, está muy lejos de estos ideales. Yo creo que Silvina ha resuelto, en este libro y en su vida entera como profesora, aferrarse a los ideales. No es una crítica: no creo que haya otro modo de hacerlo. La educación es eso: es un ideal llevado a la práctica, con todas las dudas, imperfecciones y matices que se quiera; y sobre todo, es un ideal que, al ponerse a consideración del otro, se modifica, evoluciona, madura y se plasma finalmente de un modo no previsto al inicio. “Hoy más que nunca – dice Silvina – debemos pensar cómo enfrentar la desolación, el desconsuelo y la angustia institucionalizadas”. Y sí: de eso habla este libro. De cómo pensar en una escuela que no sea la institución de la angustia y el desconsuelo.

            Un concepto profundo asoma desde las primeras páginas: el educador es un ser en tránsito, es alguien que aprende y se transforma junto con sus alumnos y gracias a ellos. No es el poseedor de la verdad, ni mucho menos de “toda” la verdad, sino alguien que va en busca de ella. No es un sabio, o sea, un sofista, sino un filósofo. Su honestidad consiste en aceptar la razón del otro: el otro, el alumno, tiene en efecto uso de razón y algunas veces, y por eso mismo, tiene razón; circunstancia que no es tan obvia como parece. Silvina cita varias veces a Michel Foucault; de entre estas citas, me parece clave la siguiente: “En la vida y en el trabajo lo más interesante es convertirse en algo que no se era al principio... Si se supiera al empezar un libro lo que se iba a decir al final, no se lo escribiría” (p. 64). Así pues, si educar es hacerse filósofo, en el sentido primigenio de la palabra, hay que aceptar, en términos de Alain Badiou, que la educación es una acción política y que “la política se ubica siempre del lado de lo imposible, de lo novedoso, de lo aún no conocido” (p. 31).

            Dentro de esta visión dinámica de la acción educativa, se consideran diversos aspectos. Aparece, en primer lugar, el deseo. El deseo es la contracara del temor pero ambos son inseparables: se trata de ir hacia un vacío, adonde nunca estamos seguros de lo que nos espera. Silvina recurre aquí a la memorable alegoría que Diótima de Mantinea le propuso a Sócrates: el Amor, le dijo, no es un dios, puesto que no lo tiene ni lo sabe todo. Tampoco es, obviamente, un ser mortal. Es algo intermedio: un daimón, un espíritu, o como diría García Márquez, un demonio. El amor es hijo de Penía y Poro, palabras que en griego quieren decir Pobreza y Recurso; por su madre, Pobreza, al amor siempre le falta algo; por su padre, Recurso, el amor se las ingenia para remediar esa falta. El amor está así en una situación análoga a la del filósofo: a medio camino entre la ausencia y la presencia, siempre buscando lo que le falta, anhelando lo que se le escapa, deseando una verdad que es fatalmente provisoria, móvil, sujeta al desafío de lo que acontece. La certeza nos aquieta, la ignorancia nos paraliza; la filosofía nos hace andar.

            Un segundo aspecto es la educación estética, es decir, el afán y la necesidad de belleza. Silvina expone aquí sugerencias de filósofos y de poetas muy diversos. Nos dice, con Platón, que el conocimiento está siempre ligado a la memoria y al amor. Cita a Rousseau, para quien el oficio más noble, el oficio para el cual vale la pena educarnos, es el oficio de ser hombre; y para serlo, debemos hallar la armonía con la naturaleza, tanto la que está fuera como la que está dentro de nosotros. Se apoya en Schiller, para quien la educación estética es el fundamento de la educación moral, mediante la realización libre del ideal interior. Recuerda a Marcuse, que describió al “hombre unidimensional” y alienado que crea esta civilización y pensó que la única forma de liberar las energías reprimidas es dar lugar a la fantasía.

            Otro aspecto inherente a la acción de la escuela es el diálogo. Esto hace juego con un concepto dinámico, filosófico, de la educación. Es relevante, en este capítulo, la idea del diálogo como acción. Aparece la distinción formulada por Hannah Arendt entre labor, trabajo y acción; labor es aquello que hacemos todos los días y cuyo producto es efímero: las tareas domésticas por ejemplo; trabajo es lo que produce algo duradero: una mesa, un vestido o un cuadro; acción, finalmente, es tomar una iniciativa para transformar algo en el mundo. En la acción, a diferencia del trabajo, nunca podemos saber bien lo que estamos haciendo, ni deshacer por completo su resultado. Educar no es labor ni trabajo, sino acción: sus efectos no suelen verse a corto plazo, ni lo que hacemos con buenas intenciones redunda siempre en un bien. Todos los docentes sabemos cuántas veces nos equivocamos y cuántas veces recibimos una gratitud tan tardía que ya no tenemos registro de haber hecho, hace tantos años, lo que ahora nos agradecen.

            De aquí pasamos naturalmente a la educación como proceso de conversión (p. 53). Este concepto se remonta a Platón y a su más célebre alegoría. Los hombres estamos encadenados desde la infancia con la cabeza vuelta hacia el fondo de la caverna, donde otros hombres hacen pasar sombras que tomamos por realidades. Si uno de nosotros logra libertarse y salir de aquí, al principio sentirá horror a la luz; pero cuando se acostumbre a ella, comprenderá la diferencia entre las sombras que antes veía y la realidad que ahora ve; sentirá compasión por sus antiguos compañeros y querrá liberarlos. Ellos se negarán de plano; lo acusarán de no ver la realidad, de hablarles de cosas que no existen. Lo llamarán idealista. Si pudieran soltarse de sus cadenas, lo matarían de inmediato, para que no los atormente hablándoles de ser libres. Esto lo repitió con terrible lucidez Dostoievsky, en el relato del Gran Inquisidor de Sevilla, incluido en Los hermanos Karamázov. Los hombres no quieren ser libres, porque ser libres los haría también responsables. Ese es el fundamento más profundo del rechazo a la educación. No obstante, en la fábula que cuenta Iván Karamázov, el Gran Inquisidor pone preso a Jesús y le prohíbe hablar con el pueblo, no vaya a ser que lo escuchen y a la Inquisición se le termine el negocio.

            Este libro es el testimonio de una convicción mantenida en la práctica, contra viento y marea, durante muchos años. Esto le da autoridad a Silvina para insistir en que la escuela es un lugar privilegiado para transformar nuestra sociedad. Lo cual es también un llamamiento a los colegas docentes: a su libertad y a su responsabilidad, de la que muchos, con demasiada frecuencia, nos hemos ido olvidando. Nos parece que estamos sujetos a un programa previo, cuando en realidad podemos cambiarlo; nos parece que las reglas del juego son inamovibles. Es obvio que tenemos límites muy severos, de los que habla también Silvina. Pero quizá seamos, en el fondo, más libres de lo que creemos ser. Al respecto Silvina transcribe un relato que me parece muy bueno, tomado de un artículo de Luis Jalfen. Hay una frontera y un hombre quiere pasarla con una carretilla, al parecer llena de pasto. Los de la aduana le preguntan qué lleva ahí, y el hombre contesta: “Pasto”. Revisan, no hay más que pasto, lo dejan pasar. Al día siguiente se repite la escena: lo revisan, sólo hay pasto, lo dejan pasar. Después de varios meses viendo pasar al hombre todos los días con su carretilla, el jefe de la Aduana le propuso un trato: que le dejaría pasar lo que quisiera a cambio de que le dijera qué era lo que contrabandeaba. El hombre respondió sencillamente: “Carretillas”. Lo obvio suele ser invisible. Pero además, el contenido expreso de los programas (el pasto) no es todo lo que enseñamos, ni siquiera lo decisivo; el cómo, en educación (la carretilla), es lo más importante; es lógico que así sea, porque se trata de un arte. Cualquiera sabe que con un mismo programa este maestro hace maravillas y aquel otro aburre, oprime o degrada, del mismo modo que sobre un mismo asunto se compone un folletín olvidable o una estupenda novela.

            Dentro del capítulo sobre el proceso de conversión, me ha sorprendido gratamente la inclusión del libro Demian, de Hermann Hesse. Libro que fue, creo yo, el santo y seña de nuestra generación. Silvina rescata de él, particularmente, el viaje interior, y la escritura inalienable de la propia historia. Sin duda este libro es notable también porque nos enfrenta casi brutalmente al problema del mal, encarnado en un niño malvado que atormenta al protagonista. De algún modo sabemos que ese tormento es el umbral de iniciación; todos lo hemos sufrido: allí se decide nuestro destino. O nos dejamos paralizar por el miedo, o nos convertimos en lo que debemos ser.

            Quiero referir ahora dos historias que Silvina trae a este libro y de cuyo contraste creo extraer una enseñanza. La primera es la historia de los dos Simones: Simón Rodríguez y Simón Bolívar. Simón Rodríguez fue preceptor de Bolívar entre 1792 y 1797, o sea, entre los nueve y los catorce años del futuro libertador. En 1805 vuelven a encontrarse, en París. Este Bolívar de 22 años es un muchacho triste y de mirada absorta; ha quedado viudo muy joven, antes de cumplir ocho meses de casado, y no sabe qué hacer con su vida. Rodríguez le propone viajar a pie hasta Roma. En ese viaje, el maestro intenta despertarlo a todas las maravillas que ofrecen a la vista, pero el otro parece ausente. Sin embargo, cuando llegan a la Ciudad Eterna, sobre el Monte Sacro, Bolívar jura volver a Venezuela y libertar a su patria.

            La segunda historia no incluye próceres, es mucho más cercana y por eso mismo más conmovedora. Además, viene narrada en primera persona, confirmando la importante huella autobiográfica que hay en el libro. Sucedió en 2002 o 2003 en una escuela secundaria de Concordia, en lo que entonces se llamaba 8º año de EGB. Su protagonista es una chica que tenía una situación familiar muy difícil. Silvina era la asesora pedagógica de la escuela; cito su propio relato porque no creo poder resumirlo sin pérdida.

 

         Recuerdo con mucha nostalgia a esa alumna (...). Durante una clase de Tecnología me llamó la profesora, no sabía qué hacer con ella, estaba tirada en el piso del aula, no había traído el material de trabajo, parecía estar como perdida. Entré al aula, la escena era muy dura, sentada en el piso se perforaba las zapatillas con un clavo. La empecé a hablar, me senté en el piso con ella, no parecía prestarle atención a mis palabras. Insistí. Poco a poco empezó a mirarme, creo que le asombró que no la retara. Me contó que no tenía los materiales para trabajar. Sus compañeros estaban fabricando poleas. Le pregunté si se quería asociar con otro compañero que también estaba solo en la otra punta del aula. Pareció interesarle. Lo llamé. El otro chico se acercó y aportó los elementos que tenía. Faltaba una madera para la base. Con una mueca de entusiasmo en la cara, comentó que ella conocía un lugar de la escuela en donde había maderas apiladas, le dije que sería bueno ir a buscar una. Salió del aula y regresó al ratito con una madera, resto de una silla rota; la había ido a buscar al sótano. Empezaron a construir con el compañero. Se entusiasmó con el martillo. El otro chico daba las indicaciones. Iban bien encaminados. Alguien me llamó por teléfono, me tuve que retirar del aula, ir a la secretaría a atender el teléfono, luego otras diligencias me entretuvieron, cuando llegué al aula ya había terminado la clase. En el recreo, ante mi pregunta, la alumna me contó que habían tirado el trabajo al tacho de basura. A nadie le importa lo nuestro – agregó.

         Hace unos días, limpiando mi armario en la escuela, encontré la madera y el esbozo de polea. Lo había juntado del tacho, tenía una charla pendiente con ella que nunca pudo ser. Luego de aquel episodio tan confuso como terrible que la tuvo como protagonista no volvió más a la escuela.

 

            Silvina ve en la historia de Simón Bolívar y Simón Rodríguez una metáfora magnífica de la educación. Pero también, con honestidad admirable, nos cuenta esta segunda historia, mucho más modesta, mucho más cercana y muy dolorosa, que tiene lugar en medio de la peor crisis vivida por la Argentina en democracia. En esta también veo yo un símbolo de lo que sucede en la escuela, receptora de esos adolescentes frágiles, desorientados, librados a sí mismos, y desorientada ella también, presa de su propia impotencia. Quizá haya algo peor; quizá en el fondo hayamos dejado de creer en el otro; quizá hayamos perdido la virtud de creer espontáneamente en el otro, y nos cueste mucho recuperar la fe. La frase final de la alumna (“A nadie le importa lo nuestro”) queda sonando trágicamente en la memoria.

            Por esta honestidad que llega a meter el dedo en la llaga, tanto como por la amplitud de una mirada que intenta abarcar las múltiples facetas del asunto, y por un recorrido de lecturas tan amplio que va de José de Calasanz a Nietzsche, para citar dos extremos, este libro exhibe en alto grado la inteligencia y la valentía de que hablé al principio. Y también la esperanza. Silvina propone una escuela que nos tenga en cuenta. Que no sea una mera guardería, ni una mera fábrica de certificados de estudio. Silvina propugna una pedagogía ad libitum y una escuela “a escala humana”. Todo lo cual, creo, se podría resumir en la fórmula: respeto por el otro. Una ancha franja de nuestra sociedad se ha empobrecido más allá de lo imaginable. Suele decirse que hay una pobreza cultural, más grave que la pobreza económica; pero ¿cuál es esa pobreza cultural? La filosofía de la existencia nos ofrece esta clave: la vida humana necesita proyectarse; la existencia, para tener sentido, debe sentirse como un proyecto, como una acción “lanzada hacia delante”, que atiende un futuro. Pobreza cultural es estar privados de proyecto, vernos reducidos a un plan que nos da de comer.

            Antonio Machado escribió esta sencilla copla:

 
El ojo que ves no es
ojo porque tú lo veas:
es ojo porque te ve.

 

            Esto quiere decir que el otro existe de veras y que es humano igual que yo. No es un pretexto para cobrar un salario, ni un número para engrosar la matrícula. Es un ser libre, es un ser único. La educación no se mide por estadísticas. La educación sucede cuando sucede ese diálogo entre seres libres que buscan, juntos, hablándose, la verdad.

            Quienes recorran, al final de este libro, las referencias bibliográficas, verán que no sólo registran libros y autores: también entrevistas y aportes de colegas, alumnos y amigos que no figuran en Wikipedia. A esto se le puede llamar, en buena ley, “escuchar”. De esa escucha, que presupone creer en el otro, nace la profunda esperanza que anima este libro. La esperanza de que aquella terrible pobreza de que hablamos no sea irreparable; que pueda repararse, y sin duda empezar a repararse en un lugar preciso: la escuela.

            Quiero cerrar esta aproximación recordando unos versos de Miguel de Unamuno, que me acompañan desde hace tiempo; espero que se lean como homenaje al gesto que es este libro, a la actitud de que este libro da testimonio. Son los versos finales del poema “A la esperanza”.

 
Yo te espero, sustancia de la vida:
no he de pasar cual sombra desvaída
en el rondón de la macabra danza,

 
pues para algo nací; con mi flaqueza
cimientos echaré a tu fortaleza
y viviré esperándote, ¡Esperanza!

 

 

Alejandro Bekes

 

Concordia, 26 de marzo de 2016

martes, 22 de marzo de 2016

Cualquier semejanza...









Puesto que nadie me paga por mentir, el lector me creerá si le digo que el cuento que sigue fue escrito hace algunos años (tres o cuatro, probablemente), y que no ha sido pensado para el día de hoy. Si me decido a publicarlo es por miedo a que la realidad lo desborde, por más que me quiera consolar pensando que, si el relato encierra alguna verdad o al menos una hipótesis que a alguien le parezca sugerente, perdurará más allá de las circunstancias; y que, si no es así, los hechos no van a prestarle un significado que no tenga. Pero basta de preámbulos, aquí va.


Táctica y estrategia


El hombre que estaba frente al Emperador, con su casco bajo el brazo y la espada ceñida a su muslo, parecía venir del furor mismo de la batalla. No se había secado el sudor del rostro, no se había lavado el polvo ni las manchas de sangre que le ensuciaban la armadura. Su capa roja se veía desgarrada, sus brazos mostraban muchas cicatrices, algunas a medio cerrar. En aquel ambiente dominado por el mármol, los tapices y el rumor del agua, adonde llegaba tamizada la ruda luz diurna y se difundía, entre un aroma de remotos sahumerios orientales, una música sosegada y amable, el hombre de la guerra parecía tan absurdo como un toro bravo en un vivero de begonias. El Emperador, con su diadema de oro en la frente, vestido con la toga blanca donde brillaba la ancha franja de púrpura, estaba sin embargo dispuesto a escucharlo: dio buena muestra de ello al despedir a las dos bailarinas que comían uvas y conversaban alegremente a sus pies y al ordenar que se retiraran los músicos, que tañían ocultos tras los cortinados. Solamente él, su viejo augur y el exhausto soldado quedaron en el recinto.


Ave, Caesar ―dijo éste cuando se lo invitó a hablar―. Mi nombre es Férreo y soy tribuno de la duodécima legión, acantonada en el Límite Occidental. Vengo, propiamente, del asedio a la ciudad de Constancia. Vengo a pedirte consejo, sumo César, a pedido de tu legado Máximo. Traigo aquí un rollo con sus credenciales.


―No me hacen falta, Férreo ―dijo el Emperador suavemente―. Me bastan las credenciales de tus brazos. En cuanto hayas hablado, podrás ir a mi propia sala de reposo, donde mis esclavas te atenderán como es debido.


Ni la más leve sombra de sonrisa pasó por la cara de Férreo, que continuó así:


―Muchos legionarios tuyos han muerto, César, y seguirán muriendo alrededor de los muros inexpugnables de Constancia. Acaso dirás, o dirán tus estrategas, que ninguna muralla es inexpugnable si no faltan los hombres, los víveres o el valor. Pero esta ciudad... es distinta. Tiene tres rondas de murallas, cada vez más altas. Como un nido de águila, una ciudadela domina el conjunto. La montaña, con paredes casi verticales, protege gran parte del perímetro. La única puerta está hecha de rollizos de roble anudados con aros de hierro más gruesos que el brazo de un hombre. Nuestros arietes fracasan contra ella, nuestras catapultas no logran traspasar la tercera muralla. Los defensores son aguerridos y parecen insensibles a las desdichas del asedio. Creemos que obtienen agua de un manantial secreto, situado montaña arriba, y sabemos que han hecho túneles, túneles que comunican con vastas cavernas, y por ellos salen a aprovisionarse. Hemos puesto guardias en las bocas que descubrimos, hemos matado a muchos, pero sin duda hay otros agujeros por donde pueden salir... El lugar es rocoso, quebrado, lleno de torrentes y despeñaderos, poblado de inmensos bosques, difícil de custodiar aun para tres legiones, no digamos para una sola. Nuestro campamento está en la meseta frente a la ciudad y recibimos los víveres por un ancho camino. Nada nos falta, César, salvo la victoria.


En el silencio que siguió, el Emperador escuchó unas palabras que el viejo augur le susurró al oído. Luego se llevó tres dedos a la frente y pareció meditar un momento. La respiración del soldado era audible y parecía resonar, fatigada, devuelta por los pesados tapices. El Emperador volvió de su ensimismamiento y le dijo:


―Vete ya mismo, Férreo, adonde van a curarte y aliviarte de tu cansancio. En unos días tomaremos una decisión.


Vale, Caesar ―respondió el hombre; hizo el saludo militar y se retiró, acompañado por una esclava sonriente que vestía una ropa translúcida.


Tres días después, Férreo el tribuno regresaba al lugar del asedio, portador de una carta sellada del Emperador para su legado. A partir de entonces, las operaciones militares se redujeron a mantener el sitio en torno de la muralla. Y así pasaron algunos meses. La ciudad resistía. De día en día aumentaba el número de curiosos que se asomaban a la muralla exterior, asombrados de ver al enemigo en esa quietud sospechosa. Los sitiadores, visiblemente, descansaban: paseándose, jugando a los dados, leyendo o tocando la flauta; a lo sumo se ejercitaban en el campo, sin lanzar una sola piedra contra la ciudad.


Al cabo de este tiempo, una ingente caravana, provista de muchísimos carros tirados por caballos, por camellos y hasta por elefantes, llegó al campamento. Los sitiados la vieron y se aprestaron a lo que creían el inminente asalto final. Rígidas órdenes limitaban sus actos cotidianos; todos sentían que esa disciplina implacable era el precio de su libertad y aun de su supervivencia.


El ejército sitiador no volvió a atacar. Los soldados cambiaron las espadas por palas, picos, y herramientas de albañilería. Excavaron cimientos, trazaron planos en la tierra, trajeron piedra cortada de las montañas. Poco a poco fue evidente que estaban edificando algo más que un campamento más sólido. Los vigilantes hombres de Constancia veían, azorados, que frente a ellos empezaba a formarse otra ciudad. La nueva muralla, debidamente consagrada por los pontífices, no era mucho más alta que un hombre. Dentro de ella ascendían las casas y los palacios, desembocaban acueductos y surgían fuentes, se empedraban calles y se plantaban álamos y fresnos. Después llegaron más caravanas. Con el tiempo, un extraño material parecido al vidrio, pero que se dejaba doblar y cortar fácilmente, sustituyó en algunos lugares a la madera y a la piedra. Una luz misteriosa alumbraba de noche las calles perfectamente alineadas. Ruidos de música y de fiestas la alegraban, risas nupciales y llantos de nacimiento, juegos y certámenes, magia y oratoria. Graves filósofos disputaban con indignados poetas. Los escultores burilaban el mármol, los pintores se aplicaban al yeso de los muros. Pronto empezaron a crecer extra muros nuevos barrios populares e incluso aristocráticos. Sus habitantes no parecían cuidarse mucho ni poco de las erizadas murallas de Constancia. Ciertamente, sobre las nueve puertas de la nueva ciudad brillaban letreros rodeados de luces permanentes, donde se leía en la lengua de los sitiadores: Vera Constantia.


Pasó un año, pasaron dos y tres. Un día, una pequeña y tímida embajada de la ciudad sitiada avanzó con bandera blanca rumbo a la ciudad sitiadora. Pidieron hablar con el legado imperial y le solicitaron que levantara el cerco. Pensaban que, en buena ley, no había motivos para seguir en guerra y que una convivencia pacífica entre las dos ciudades adyacentes parecía lo más aconsejable y lo más humano. Dijeron que se comprometían a no agredir en tanto no fueran agredidos y que esperaban que cada cual conservara su tradicional modo de vida, su lenguaje y sus dioses.


El legado respondió que aceptaría levantar el sitio si los sitiados entregaban sus armas, destruían las puertas y las dos murallas interiores y permitían que una guarnición militar, instalada en la Vieja Constancia (tal fue el nombre que usó) vigilara sus movimientos, para estar seguros de que no habría una contraofensiva. Estas condiciones parecieron inaceptables a los embajadores, que regresaron ceñudos y consternados a su rudo baluarte montañés. En éste, los ánimos empezaban a ceder; la rígida disciplina interna contrastaba con la brillante alegría y bullanga de la ciudad nueva, que era visible para quienes se animaban a subir a las murallas. El gobierno se vio pronto obligado a prohibir tales paseos y aun tal curiosidad, que fue declarada blasfema y colaboracionista. Los hombres y mujeres de Constancia la Vieja debieron conformarse con ver el cielo encerrado en el círculo de sus viejos muros, a vivir y a morir allí dentro, a sentir que su ciudad era el mundo y que no había otro mundo fuera de ella. Por las noches, un vago eco de la música y de la magia de la ciudad nueva venía con el viento a perturbar sus sueños y a prometerles algo que no podían definir pero que, acaso por eso mismo, parecía aun más deseable.


Con todo, la generación de quienes habían sufrido el primer asedio y las violencias de la guerra resistió a todas las tentaciones. Demasiado sabían de la crueldad del enemigo, no se olvidaban de sus muertos ni de sus torturados ni de sus desaparecidos. Otra cosa fue cuando pasaron los años y los hijos de aquéllos se vieron en la misma situación de sus padres. Aun teniendo quienes les contaran la historia, no podían entender ni tolerar la rigidez de sus mandatos, que les parecían absurdos. No veían por qué debían quedarse allí dentro, sufriendo toda clase de privaciones, comiendo una ración diaria de arroz y bebiendo agua, si hubiera bastado abrir las puertas para tener una vida mucho más propia de seres racionales. Hubo quienes, desafiando las leyes, intentaron subir a las murallas para contemplar la ciudad nueva, que había seguido creciendo y que ahora abarcaba cuanto podía verse, casi hasta el horizonte, y se derramaba por los valles y escalaba las laderas y florecía en vergeles, en blancas mansiones, en alamedas y en termas y en circos y en anfiteatros. A estos curiosos los alcanzó la férrea policía de Constancia la Vieja y los redujo a prisión. Hubo descontento, pero más pudo el miedo. El miedo, ahora, venía a sustituir al antiguo fervor. Sólo los viejos podían recordar que defendían su libertad. Los jóvenes, en cambio, veían en esto una cruel ironía, pues esa supuesta libertad no era más que una cárcel, que los privaba de las imaginables aventuras y seducciones que prometía la Nueva. Por cierto, no tardaron en descubrir el camino de los túneles y por ellos empezaron a desertar. Los que aparecían así en Vera Constancia eran bien recibidos, se les brindaba asistencia y un lugar donde vivir. Pronto se aclimataron y tuvieron hijos que ya no hablarían la lengua de la Ciudad Vieja. A veces enviaban provisiones o monedas de oro a sus parientes de allá.


El gobierno de la Vieja Constancia fue adoptando poco a poco los modos de una dictadura. Cegó los túneles secretos, prohibió hablar siquiera de la ciudad nueva, obligó a repetir como un credo las convicciones antiguas. Los jóvenes sentían que ese discurso era una triste mentira, pero no tenían modo de rebelarse con alguna esperanza de éxito. Muchos de ellos sólo aspiraban a huir. Otros, comprendiendo el total ciclo histórico, intentaban aceptar su condición y aun pretendían razonarla. Escribían, declamaban, cantaban a veces, su oposición irreductible a la seducción del enemigo. Éste, mientras tanto, no se dormía en los conquistados laureles. Un nuevo edificio se alzaba velozmente entre las dos ciudades. Pronto se vio que era una altísima torre, en cuya cúspide había un cilindro metálico, provisto de enormes brazos que sostenían una gigantesca rueda. Sentados en esta rueda, que estaba hecha de acero y que tenía paredes, techo y ventanas, los curiosos del mundo entero podían visitar desde el aire, sin correr el menor peligro, esa extraña reliquia del pasado que era Constancia, la Vieja.


Por el mismo tiempo en que se hizo la Rueda, la montaña que respaldaba a la Vieja empezó también a desmoronarse. Era increíble, pero así era. Los constantinos volvieron a dividirse. Unos se aplicaron con fervor renovado a completar las murallas, para suplir la defensa que antes les había representado la roca viva; otros, en cambio, renovaron sus deseos de huir de allí. Por otra parte, la Nueva Constancia no había dejado de crecer; en cuanto dejó de existir la montaña, la meseta que apareció en su lugar se pobló bien pronto, de modo que la Vieja Constancia se vio rodeada por todas partes por la ciudad nueva. Era ya, de hecho, una isla. Una isla de antiguos respetos, de antiguo lenguaje y de antiguos amores, en medio de una ciudad-universo que brillaba, rumoreaba, reía, se agitaba, se mareaba y crecía sin pausa, pero que, por sobre todo, se transformaba siempre, como si a nada temiera excepto a parecerse a sí misma. Acaso, aunque esto es parte de una leyenda que los historiadores no se atreven todavía a confirmar, hubo un momento en que el dictador de la Vieja Constancia, cargado de años, de verdades ya insoportables y aun, quizá, de crueldades de justificación problemática, quiso pactar con el representante ―siempre renovado, siempre joven, siempre sonriente― de la Nueva Constancia. Y éste le habría respondido que no dejarían nunca de sitiar a la Vieja Constancia, mientras ésta no aceptara las antiguas condiciones impuestas en su momento. Que no lo hacían ya, como acaso pudiera suponerse, porque todavía estuviera en juego el orgullo del Imperio; sino porque la Vieja era parte de los atractivos de la Nueva, algo así como su museo viviente, a cuya enigmática presencia acudían diariamente miles de turistas; que no querían perder, mientras fuese posible conservarlos, esta interesante fuente de ganancias ni el mito secular de dominación y de resistencia que la sostenía; que su estrategia se remitía a un plan original, ideado por un legendario Emperador a quien los libros de historia llamaban César el Providente; plan que le habría sido sugerido por un tribuno de la duodécima legión, llamado Áureo, o bien, por una esclava enfermera, llamada Translúcida;[1] que bien comprendían que, por desgracia, los días de la Vieja no serían eternos, pero que en definitiva (y para ser francos) resultaría un oprobio para ambas partes claudicar de ese modo. Al llegar a este punto, el joven y afable representante de la Nueva le habría palmeado el hombro al viejo dictador de la Vieja y le habría dicho, en el idioma de la Vieja, que había aprendido con corrección en uno de los muchos colegios de la Nueva:


―Ánimo, compañero, que ya está todo perdido. Apenas si fuimos, usted y yo, un breve capítulo en la historia de la ciudad. No en la historia de dos ciudades ―y aquí sonrió al advertir que el otro había captado la cita― sino de una sola: la única, la que abarca el planeta entero, la que nos tiene desde hace tiempo, ahora y para siempre, clausurados a todos.




[1] Posible error de traducción, por “sutil” (N. del T.).