Puesto que nadie me paga por mentir, el lector me creerá si le digo que el cuento que sigue fue escrito hace algunos años (tres o cuatro, probablemente), y que no ha sido pensado para el día de hoy. Si me decido a publicarlo es por miedo a que la realidad lo desborde, por más que me quiera consolar pensando que, si el relato encierra alguna verdad o al menos una hipótesis que a alguien le parezca sugerente, perdurará más allá de las circunstancias; y que, si no es así, los hechos no van a prestarle un significado que no tenga. Pero basta de preámbulos, aquí va.
Táctica y estrategia
El
hombre que estaba frente al Emperador, con su casco bajo el brazo y la espada ceñida
a su muslo, parecía venir del furor mismo de la batalla. No se había secado el
sudor del rostro, no se había lavado el polvo ni las manchas de sangre que le
ensuciaban la armadura. Su capa roja se veía desgarrada, sus brazos mostraban
muchas cicatrices, algunas a medio cerrar. En aquel ambiente dominado por el
mármol, los tapices y el rumor del agua, adonde llegaba tamizada la ruda luz diurna
y se difundía, entre un aroma de remotos sahumerios orientales, una música
sosegada y amable, el hombre de la guerra parecía tan absurdo como un toro bravo
en un vivero de begonias. El Emperador, con su diadema de oro en la frente, vestido
con la toga blanca donde brillaba la ancha franja de púrpura, estaba sin
embargo dispuesto a escucharlo: dio buena muestra de ello al despedir a las dos
bailarinas que comían uvas y conversaban alegremente a sus pies y al ordenar
que se retiraran los músicos, que tañían ocultos tras los cortinados. Solamente
él, su viejo augur y el exhausto soldado quedaron en el recinto.
―Ave, Caesar ―dijo éste cuando se lo
invitó a hablar―. Mi nombre es Férreo y soy tribuno de la duodécima legión,
acantonada en el Límite Occidental. Vengo, propiamente, del asedio a la ciudad
de Constancia. Vengo a pedirte consejo, sumo César, a pedido de tu legado
Máximo. Traigo aquí un rollo con sus credenciales.
―No
me hacen falta, Férreo ―dijo el Emperador suavemente―. Me bastan las
credenciales de tus brazos. En cuanto hayas hablado, podrás ir a mi propia sala
de reposo, donde mis esclavas te atenderán como es debido.
Ni
la más leve sombra de sonrisa pasó por la cara de Férreo, que continuó así:
―Muchos
legionarios tuyos han muerto, César, y seguirán muriendo alrededor de los muros
inexpugnables de Constancia. Acaso dirás, o dirán tus estrategas, que ninguna
muralla es inexpugnable si no faltan los hombres, los víveres o el valor. Pero
esta ciudad... es distinta. Tiene tres rondas de murallas, cada vez más altas. Como
un nido de águila, una ciudadela domina el conjunto. La montaña, con paredes
casi verticales, protege gran parte del perímetro. La única puerta está hecha
de rollizos de roble anudados con aros de hierro más gruesos que el brazo de un
hombre. Nuestros arietes fracasan contra ella, nuestras catapultas no logran
traspasar la tercera muralla. Los defensores son aguerridos y parecen
insensibles a las desdichas del asedio. Creemos que obtienen agua de un
manantial secreto, situado montaña arriba, y sabemos que han hecho túneles,
túneles que comunican con vastas cavernas, y por ellos salen a aprovisionarse.
Hemos puesto guardias en las bocas que descubrimos, hemos matado a muchos, pero
sin duda hay otros agujeros por donde pueden salir... El lugar es rocoso,
quebrado, lleno de torrentes y despeñaderos, poblado de inmensos bosques,
difícil de custodiar aun para tres legiones, no digamos para una sola. Nuestro campamento
está en la meseta frente a la ciudad y recibimos los víveres por un ancho
camino. Nada nos falta, César, salvo la victoria.
En
el silencio que siguió, el Emperador escuchó unas palabras que el viejo augur le
susurró al oído. Luego se llevó tres dedos a la frente y pareció meditar un
momento. La respiración del soldado era audible y parecía resonar, fatigada,
devuelta por los pesados tapices. El Emperador volvió de su ensimismamiento y
le dijo:
―Vete
ya mismo, Férreo, adonde van a curarte y aliviarte de tu cansancio. En unos
días tomaremos una decisión.
―Vale, Caesar ―respondió el hombre; hizo el
saludo militar y se retiró, acompañado por una esclava sonriente que vestía una
ropa translúcida.
Tres
días después, Férreo el tribuno regresaba al lugar del asedio, portador de una
carta sellada del Emperador para su legado. A partir de entonces, las
operaciones militares se redujeron a mantener el sitio en torno de la muralla.
Y así pasaron algunos meses. La ciudad resistía. De día en día aumentaba el
número de curiosos que se asomaban a la muralla exterior, asombrados de ver al
enemigo en esa quietud sospechosa. Los sitiadores, visiblemente, descansaban: paseándose,
jugando a los dados, leyendo o tocando la flauta; a lo sumo se ejercitaban en
el campo, sin lanzar una sola piedra contra la ciudad.
Al
cabo de este tiempo, una ingente caravana, provista de muchísimos carros tirados
por caballos, por camellos y hasta por elefantes, llegó al campamento. Los
sitiados la vieron y se aprestaron a lo que creían el inminente asalto final. Rígidas
órdenes limitaban sus actos cotidianos; todos sentían que esa disciplina
implacable era el precio de su libertad y aun de su supervivencia.
El
ejército sitiador no volvió a atacar. Los soldados cambiaron las espadas por
palas, picos, y herramientas de albañilería. Excavaron cimientos, trazaron
planos en la tierra, trajeron piedra cortada de las montañas. Poco a poco fue
evidente que estaban edificando algo más que un campamento más sólido. Los
vigilantes hombres de Constancia veían, azorados, que frente a ellos empezaba a
formarse otra ciudad. La nueva muralla, debidamente consagrada por los
pontífices, no era mucho más alta que un hombre. Dentro de ella ascendían las
casas y los palacios, desembocaban acueductos y surgían fuentes, se empedraban
calles y se plantaban álamos y fresnos. Después llegaron más caravanas. Con el
tiempo, un extraño material parecido al vidrio, pero que se dejaba doblar y
cortar fácilmente, sustituyó en algunos lugares a la madera y a la piedra. Una
luz misteriosa alumbraba de noche las calles perfectamente alineadas. Ruidos de
música y de fiestas la alegraban, risas nupciales y llantos de nacimiento, juegos
y certámenes, magia y oratoria. Graves filósofos disputaban con indignados
poetas. Los escultores burilaban el mármol, los pintores se aplicaban al yeso
de los muros. Pronto empezaron a crecer extra
muros nuevos barrios populares e incluso aristocráticos. Sus habitantes no
parecían cuidarse mucho ni poco de las erizadas murallas de Constancia.
Ciertamente, sobre las nueve puertas de la nueva ciudad brillaban letreros
rodeados de luces permanentes, donde se leía en la lengua de los sitiadores: Vera Constantia.
Pasó
un año, pasaron dos y tres. Un día, una pequeña y tímida embajada de la ciudad
sitiada avanzó con bandera blanca rumbo a la ciudad sitiadora. Pidieron hablar
con el legado imperial y le solicitaron que levantara el cerco. Pensaban que,
en buena ley, no había motivos para seguir en guerra y que una convivencia
pacífica entre las dos ciudades adyacentes parecía lo más aconsejable y lo más
humano. Dijeron que se comprometían a no agredir en tanto no fueran agredidos y
que esperaban que cada cual conservara su tradicional modo de vida, su lenguaje
y sus dioses.
El
legado respondió que aceptaría levantar el sitio si los sitiados entregaban sus
armas, destruían las puertas y las dos murallas interiores y permitían que una
guarnición militar, instalada en la Vieja Constancia (tal fue el nombre que
usó) vigilara sus movimientos, para estar seguros de que no habría una
contraofensiva. Estas condiciones parecieron inaceptables a los embajadores,
que regresaron ceñudos y consternados a su rudo baluarte montañés. En éste, los
ánimos empezaban a ceder; la rígida disciplina interna contrastaba con la
brillante alegría y bullanga de la ciudad nueva, que era visible para quienes
se animaban a subir a las murallas. El gobierno se vio pronto obligado a
prohibir tales paseos y aun tal curiosidad, que fue declarada blasfema y
colaboracionista. Los hombres y mujeres de Constancia la Vieja debieron
conformarse con ver el cielo encerrado en el círculo de sus viejos muros, a
vivir y a morir allí dentro, a sentir que su ciudad era el mundo y que no había
otro mundo fuera de ella. Por las noches, un vago eco de la música y de la
magia de la ciudad nueva venía con el viento a perturbar sus sueños y a
prometerles algo que no podían definir pero que, acaso por eso mismo, parecía aun
más deseable.
Con
todo, la generación de quienes habían sufrido el primer asedio y las violencias
de la guerra resistió a todas las tentaciones. Demasiado sabían de la crueldad
del enemigo, no se olvidaban de sus muertos ni de sus torturados ni de sus
desaparecidos. Otra cosa fue cuando pasaron los años y los hijos de aquéllos se
vieron en la misma situación de sus padres. Aun teniendo quienes les contaran
la historia, no podían entender ni tolerar la rigidez de sus mandatos, que les
parecían absurdos. No veían por qué debían quedarse allí dentro, sufriendo toda
clase de privaciones, comiendo una ración diaria de arroz y bebiendo agua, si
hubiera bastado abrir las puertas para tener una vida mucho más propia de seres
racionales. Hubo quienes, desafiando las leyes, intentaron subir a las murallas
para contemplar la ciudad nueva, que había seguido creciendo y que ahora
abarcaba cuanto podía verse, casi hasta el horizonte, y se derramaba por los
valles y escalaba las laderas y florecía en vergeles, en blancas mansiones, en
alamedas y en termas y en circos y en anfiteatros. A estos curiosos los alcanzó
la férrea policía de Constancia la Vieja y los redujo a prisión. Hubo
descontento, pero más pudo el miedo. El miedo, ahora, venía a sustituir al
antiguo fervor. Sólo los viejos podían recordar que defendían su libertad. Los
jóvenes, en cambio, veían en esto una cruel ironía, pues esa supuesta libertad
no era más que una cárcel, que los privaba de las imaginables aventuras y
seducciones que prometía la Nueva. Por cierto, no tardaron en descubrir el
camino de los túneles y por ellos empezaron a desertar. Los que aparecían así
en Vera Constancia eran bien recibidos, se les brindaba asistencia y un lugar
donde vivir. Pronto se aclimataron y tuvieron hijos que ya no hablarían la
lengua de la Ciudad Vieja. A veces enviaban provisiones o monedas de oro a sus
parientes de allá.
El
gobierno de la Vieja Constancia fue adoptando poco a poco los modos de una
dictadura. Cegó los túneles secretos, prohibió hablar siquiera de la ciudad nueva,
obligó a repetir como un credo las convicciones antiguas. Los jóvenes sentían
que ese discurso era una triste mentira, pero no tenían modo de rebelarse con
alguna esperanza de éxito. Muchos de ellos sólo aspiraban a huir. Otros,
comprendiendo el total ciclo histórico, intentaban aceptar su condición y aun pretendían
razonarla. Escribían, declamaban, cantaban a veces, su oposición irreductible a
la seducción del enemigo. Éste, mientras tanto, no se dormía en los
conquistados laureles. Un nuevo edificio se alzaba velozmente entre las dos
ciudades. Pronto se vio que era una altísima torre, en cuya cúspide había un
cilindro metálico, provisto de enormes brazos que sostenían una gigantesca
rueda. Sentados en esta rueda, que estaba hecha de acero y que tenía paredes,
techo y ventanas, los curiosos del mundo entero podían visitar desde el aire,
sin correr el menor peligro, esa extraña reliquia del pasado que era Constancia,
la Vieja.
Por
el mismo tiempo en que se hizo la Rueda, la montaña que respaldaba a la Vieja
empezó también a desmoronarse. Era increíble, pero así era. Los constantinos
volvieron a dividirse. Unos se aplicaron con fervor renovado a completar las
murallas, para suplir la defensa que antes les había representado la roca viva;
otros, en cambio, renovaron sus deseos de huir de allí. Por otra parte, la
Nueva Constancia no había dejado de crecer; en cuanto dejó de existir la
montaña, la meseta que apareció en su lugar se pobló bien pronto, de modo que
la Vieja Constancia se vio rodeada por todas partes por la ciudad nueva. Era
ya, de hecho, una isla. Una isla de antiguos respetos, de antiguo lenguaje y de
antiguos amores, en medio de una ciudad-universo que brillaba, rumoreaba, reía,
se agitaba, se mareaba y crecía sin pausa, pero que, por sobre todo, se
transformaba siempre, como si a nada temiera excepto a parecerse a sí misma. Acaso,
aunque esto es parte de una leyenda que los historiadores no se atreven todavía
a confirmar, hubo un momento en que el dictador de la Vieja Constancia, cargado
de años, de verdades ya insoportables y aun, quizá, de crueldades de
justificación problemática, quiso pactar con el representante ―siempre
renovado, siempre joven, siempre sonriente― de la Nueva Constancia. Y éste le habría
respondido que no dejarían nunca de sitiar a la Vieja Constancia, mientras ésta
no aceptara las antiguas condiciones impuestas en su momento. Que no lo hacían
ya, como acaso pudiera suponerse, porque todavía estuviera en juego el orgullo
del Imperio; sino porque la Vieja era parte de los atractivos de la Nueva, algo
así como su museo viviente, a cuya enigmática presencia acudían diariamente
miles de turistas; que no querían perder, mientras fuese posible conservarlos, esta
interesante fuente de ganancias ni el mito secular de dominación y de
resistencia que la sostenía; que su estrategia se remitía a un plan original,
ideado por un legendario Emperador a quien los libros de historia llamaban
César el Providente; plan que le habría sido sugerido por un tribuno de la
duodécima legión, llamado Áureo, o bien, por una esclava enfermera, llamada
Translúcida;[1]
que bien comprendían que, por desgracia, los días de la Vieja no serían
eternos, pero que en definitiva (y para ser francos) resultaría un oprobio para
ambas partes claudicar de ese modo. Al llegar a este punto, el joven y afable representante
de la Nueva le habría palmeado el hombro al viejo dictador de la Vieja y le
habría dicho, en el idioma de la Vieja, que había aprendido con corrección en
uno de los muchos colegios de la Nueva:
―Ánimo,
compañero, que ya está todo perdido. Apenas si fuimos, usted y yo, un breve
capítulo en la historia de la ciudad. No en la historia de dos ciudades ―y aquí
sonrió al advertir que el otro había captado la cita― sino de una sola: la
única, la que abarca el planeta entero, la que nos tiene desde hace tiempo, ahora
y para siempre, clausurados a todos.
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