jueves, 21 de diciembre de 2017

El maestro, el amigo


Resultado de imagen para ruben darío
             A veces, una buena media página salva un libro; a veces, me decía hace poco Pablo Anadón, lo salva un adjetivo. Al adjetivo lo advertirá el lector sin mi ayuda, apenas concluya el segundo párrafo de la media página que voy a copiar. Al libro me lo recomendó un amigo y me lo consiguió mi hermano Guillermo en Madrid. Es de Juan Ramón Jiménez y se titula Mi Rubén Darío. En realidad, el libro no es de Juan Ramón Jiménez; es una compilación de textos que ilustran el vínculo entre Juan Ramón y Rubén, con todos los aledaños que se puedan pedir, como para lograr el grosor que justifique un libro. Este, por otra parte, está pulcramente editado y bien prologado; es sin duda un bello objeto; uno empieza a leerlo y ve que un buen número de páginas (cuarenta y dos) se ha destinado a reunir todas las poesías que Rubén Darío dedicó a España, a sus lugares, a sus poetas, a su destino... Poesías que se encuentran en cualquier edición normal de la obra poética de Rubén Darío e incluso en las antologías. Uno piensa enseguida: no hacía falta. Con alguna decepción ya inocultable, sigo leyendo y encuentro cartas de Rubén a Juan Ramón, respuestas de Juan Ramón a Rubén, argumentos a favor y en contra a una estatua de Rubén Darío en Madrid... Algunas de esas cartas son apenas algo más que cortesías, y en realidad ninguna revela algo que pueda sorprender ni menos maravillar, aunque es siempre interesante y estimulante respirar a través de cartas un perfume de época, y no sé, el aliento de aquella amistad entre dos hombres ilustres y más o menos locos, cada uno a su manera. “Ciego de ensueño y loco de armonía”, se definía a sí mismo Rubén. Así prosigue mi lectura, hasta llegar a esta media página, que Juan Ramón publicó en su columna “Glosario del mes”, de la revista Helios, en marzo de 1904:

 

   Rubén Darío ha estado en Madrid. Es lamentable el silencio de la prensa. Los periodistas que todo lo sabenhan debido saber o adivinar que Rubén Darío estaba en Madrid. Cuando vienen y se van tantos príncipes ignorantes y tantas princesas sin ritmo, los que leen los periódicos tienen buen pasto real. Cuando viene un poeta, un gran poeta... ¿es que se callan de emoción? Claro está que a Rubén Darío no le quita el sueño la prensa de Madrid. Todo su mérito lo lleva dentro de su mismo corazón.

   La gente sigue ignorando quién es Rubén Darío. Rubén Darío es el poeta más grande que hoy tiene España. Grande en todos los sentidos, aun en el de poeta menor. Desde Zorrilla nadie ha cantado de esa manera. Y aun el mismo Zorrilla abusaba de las notas gordas. Este maestro moderno es genial, es grande, es íntimo, es musical, es exquisito, es atormentado, es diamantino. Tiene rosas de la primavera de Hugo, violetas de Bécquer, flautas de Verlaine, y su corazón español. Vosotros no sabéis, imbéciles, cómo canta este poeta.

   En la sombra de una de estas noches, ha sonado en Madrid su voz, y su voz decía palabras nuevas, versos divinos, sobrenaturales, versos de auroras y mujeres, cosas sutiles y fragantes. Pero es su voz, es su voz la que sabe cantar sus canciones; su boca tiene la nota con que cada palabra ha nacido, el matiz de cada medio tono, esa dulzura de las flores, esa lenta sonoridad, esa elegancia...

   El maestro ha estado entre nosotros.

 

            Es muy natural sentir alguna envidia de quienes vivieron para oír recitar a Rubén Darío; la descripción que hace Juan Ramón nos la hace sentir. Uno se pregunta por qué a nadie se le ocurrió grabar para nosotros esa voz única (todas las voces son únicas, pero esa...), si el gramófono existía desde 1887. La página es vibrante, la emoción lírica y la ira desde el principio pugnan por explotar hasta que claramente explotan. Porque sinceramente, ¡qué imbéciles aquellos que tuvieron en su tiempo a Rubén Darío y lo dejaron pasar, para atender en cambio a los imbéciles príncipes y princesas, no necesariamente de sangre azul, de que el mundo está tan lleno, y que no nos dan nada a cambio de sus imbéciles privilegios! El lector ya estará recordando aquella famosa réplica de Beethoven al príncipe Lichnovsky: “Príncipes hay y habrá muchos, pero Beethoven hay uno solo”. Y sí: Rubén Darío sólo hubo uno. Y nosotros ahora lo tenemos también y podemos oírlo, porque la voz de un poeta no es ya una voz humana de ser viviente que anda por el planeta, respirando, viajando, bebiendo, transpirando, sino la quintaesencia de una voz, la idealidad de la palabra que se oye con los ojos, como aseguraba Quevedo, y vive para siempre. Nosotros también lo tenemos y lo sentimos también un maestro...

            Pablo Anadón y yo hemos pasado tres días con sus noches conversando sobre la vida y la poesía, en tres o cuatro bares de Córdoba, en medio de una primavera casi escandalosa de linda. Pablo me entregó y dedicó un ejemplar de su flamante libro Hostal Hispania, colmado de alta poesía trágica. A punto de emprender el regreso, me quedé pensando en la frase final del texto de Juan Ramón, y en el hecho de que el orgulloso andaluz considerase un maestro a su ilustre amigo, que ciertamente era unos quince años mayor que él. En su libro sobre los maestros, dice Steiner que hoy es difícil que alguien acepte ese título sin sonrojarse, salvo que sea director de orquesta o que tenga a su cargo un curso de niños. Entre los poetas no existe hoy ya el magisterio. No existía tampoco, me parece, en los tiempos de Virgilio y de Horacio; el segundo afirmaba no estar inclinado a jurar sobre la palabra de maestro ninguno: nullius addictus iurare in verba magistri. Existe a cambio, siempre, algo mejor, que también podemos encontrar en Rubén Darío y en Horacio y acaso, de vez en cuando, en el propio Juan Ramón. Quiero decir que hay algo obviamente mejor, y filosóficamente más raro, que tener para la vida y para la poesía un maestro, y es tener un amigo.

 

21 de noviembre de 2017

lunes, 20 de noviembre de 2017


A mi padre




Deja al agua fluir, deja que sople el viento,
deja que el tiempo pase sobre tu quieta tumba.
Te olvidarán, es cierto: la tarde se derrumba,
se hace polvo la piedra, se pierde el pensamiento.
 
Flota en el aire un átomo de lo que fue tu aliento,
de tu voz vibra un eco cuando la abeja zumba;
tu pulso derrotado por mi pena retumba
y tus largas preguntas pulsan mi entendimiento.
 
Yo soy lo que perdura del hombre aquel que fuiste
y por los dos escribo sondeando la tiniebla:
la pluma es una lámpara que brevemente alumbra.
 
Así pues, padre mío, sigue a mi lado, existe
en mis ojos que exploran la costa de la niebla,
vive en mí, en este cuerpo que a morir se acostumbra.
 







Ernesto, Hilda y Sebastián, hacia 1989
 





jueves, 2 de noviembre de 2017

Unos versos a Santiago de Compostela


          De un viaje a Santiago de Compostela, en abril de 2009, me quedaron unos versos que un amigo tuvo en su momento la deferencia de publicar en una revista y que recogen, visiblemente, la emoción que me causaron la ciudad y su catedral vetusta y los verdores que la rodean. Hace unos días releí los versos ante un grupo de amigos y uno de ellos me manifestó que le gustaría repasarlos. Eso me mueve ahora a plantarlos aquí, en este casi olvidado espacio que quizá pueda recuperar a partir de ahora. Con un saludo para Juan José Aguayo.






Poema de Santiago

 

I

 

Si me muero en Santiago no me añores,

mi amor, único amor de mis amores.

Esta es al fin la casa en el camino.

Peregrinando al fin aquí he llegado.

 

¿No ves la antigua piedra de estas calles,

las torres centenarias que buscaron

miles de pasos de incontables gentes,

los santos que las manos desgastaron?

 

La llovizna es el llanto de los mártires

y los bares abiertos me recuerdan

a la abuela gallega que no tuve

o tal vez un rincón de Buenos Aires.

 

Los portales que amparan al viajero

cuando llega de noche, las estrellas

que forman el Camiño de Santiago

son mi norte, y el Santo que aquí duerme.

 

Si me muero en Santiago no me llores,

único amor, amor de mis amores.

Y no estés triste cuando me haya ido.

Si me muero en Santiago habré vivido.





II
 
Es claro: no merezco estar aquí.
Yo no he peregrinado paso a paso
por el camino de los peregrinos
y sólo me ha traído mi pecado.
 
Escribo aquí al abrigo de esta piedra
que alzó la devoción siglo tras siglo
en torno de la tumba del Apóstol
y que tantos sintieron y buscaron.
 
Ellos aquí traídos por la fe
paso a paso vinieron y rogaron
por sus pecados, como yo en el mío
tengo el motivo para haber llegado.
 
Y acaso sí merezco estar aquí,
en esta vieja iglesia honda de almas.
Soy uno más, un peregrino errante,
y he tocado la concha mendicante
 
que es signo del lugar. Nada me falta
sino la fe. Sin fe he venido. Vengo
sin fe a tocar lo que tocaron todos,
buscando hacerme digno de esta sombra.
 
 
III
 
Con mi mano mortal la barba verde
del musgo en la corteza, centenario,
de tus árboles vivos he tocado,
Compostela. Mi tiempo que me pierde
ha subido tu cuesta, y ha colmado
mis oídos tu antiguo campanario.
Soy uno más de todos los que han sido.
Triste en tus calles digo que he vivido.