sábado, 23 de noviembre de 2013

Lo que dice el espejo

Tres horas después de medianoche, un llanto infantil lo despierta. Mira fugazmente al espejo y ve un ejemplar maduro, y algo más que maduro, de Homo sapiens: no demasiado feo ni particularmente hermoso; lo bastante típico para ser considerado uno del montón. Hay en la cara desvelada un aire de cansancio y tristeza, que no proviene quizá de algo personal ni de la suma de sus años, sino de un estado de la especie. Apenas si un exceso de irritabilidad o de sensibilidad exacerbada, una cierta ansiedad por cosas que no existen o dificultad para aceptar lo que no tiene remedio, pudieran distinguirlo del término medio; pero es posible que esto sea más bien una ilusión suya: si algo distingue a esta raza de antropoides sin pelo es justamente esa condición de su piel y de lo que ellos mismos llaman su espíritu, una condición que los lleva a buscar siempre más allá, a no saciarse en lo seguro y cierto, a combatir por lo que ya es desesperado y a no admitir la muerte. Quizá en él haya algo más, un sentimiento de la historia, podríamos decir, aunque no hay que descartar factores orgánicos infinitamente más prosaicos. Un sentimiento de que la historia ha llegado a un punto crepuscular: una inquietud por el futuro; el llanto infantil quizá lo induzca a esta ilusión de decadencia, a preguntarse qué será de su mundo agitado y menesteroso, donde la violencia y la estupidez llevan siempre la ventaja por sobre la delicadeza y el mérito. Y allí le parece ver una clave de esa cara que lo observa con tan lejana pesadumbre; la impresión de un profundo fracaso que no es suyo sino de todos; un fracaso que nace de experiencias que la memoria no puede sobrellevar, de miles de hombres escuálidos sometidos a golpes y a gritos entre alambradas y perros, de miles de hombres quemados por fuego que llueve desde aviones, prodigios del ingenio que desafían la naturaleza y multiplican el dolor hasta empalidecer los infiernos de la antigua barbarie; de miles y miles que sobreviven revolviendo montañas de basura, mientras quienes los gobiernan sonríen bien maquillados ante las cámaras, exhibiendo urbi et orbi los éxitos de su gobierno, que pueden ser vistos a la vez en todas partes gracias a una compleja red de satélites. Se pregunta cómo ha sido posible todo esto y por qué; por qué el conjunto de los hombres no prefirió la inteligencia, la ternura y la música; por qué no podan su codicia y dejan florecer la amistad; por qué se niegan, por imbécil orgullo, a buscar el modo de ser todos un poco menos infelices... No es imposible, es claro, que todos esos vicios estén pintados o latentes en la cara que mira desde el espejo; y que de allí proceda el resto de esa incomprensible tristeza y de ese extraño cansancio. Los ojos se apartan al fin de esa imagen y casi como si se miraran a sí mismos, entornados los párpados, se preguntan melancólicamente si habrá realmente un futuro donde la niña que ahora ha vuelto a dormirse pueda vivir y ser dichosa. Si, como dijo un gran poeta, aun guarda la esperanza la caja de Pandora. De Pandora, aquella criatura que había recibido del creador todos los dones.