Palinuro y su oficio de
tinieblas
Varados, hará nueve o diez años, no en una playa
ignota frente a la mar multisonora, sino ante un escueto par de cervezas en una
alegre mañana santafesina, Pablo Anadón me comunicó el poema de Merwin sobre
Palinuro. Desde entonces (como a Alfonso X la leal Sevilla) no me ha dejado;
parece crecer por su cuenta en la memoria, entenderse a sí mismo a medida que
el tiempo pasa y se acumulan las pruebas a su favor. Pablo me dijo entonces, y asentí
de inmediato, que ese poema de cuatro versos es quizá la más precisa visión de
la condición del poeta en el mundo que tenemos. Él descubrió el texto hace
mucho, en la versión de Alberto Girri, por intermedio de Horacio Castillo;
después, en Florencia, conoció otras cosas del poeta norteamericano, esta vez
en su lengua original. Pero aquí va ahora la versión girriana:
Los huesos de Palinuro le rezan a la Estrella
Polar
Consuélanos. El viento escoge
entre nosotros.
Nuestra blancura es una
desordenada estela nocturna.
Solitario candor, sé perenne en
nosotros,
que desolados fulguramos sin
indicar el rumbo.
Casi me avergonzaría comentar el
poema —Pablo le ha dedicado una página imborrable, aparecida en la Fénix de abril de 2003—, si no fuera
porque quiero decir algo más sobre Palinuro, y no veo cómo empezar si no es por
acá. Merwin compone apoyándose en el texto de la Eneida, sin duda, pero transfigurándolo con libertad. Palinuro,
timonel de la nave capitana, va guiando a la flota de Eneas por el Tirreno,
rumbo a la Italia prometida; mágicamente serenos están el mar y la noche, los
marineros duermen blandamente en sus duros bancos. Ahora el Sueño quiere vencer
también al piloto; adopta primero la forma de uno de sus compañeros, Forbante,
y trata de persuadirlo con fingidas palabras (copio la traducción de Eugenio de
Ochoa):
“Palinuro, hijo de Iasio, observa
cómo las olas por sí mismas conducen la armada; serenos soplan los vientos;
ésta es la hora de descansar; inclina la cabeza y sustrae al trabajo los
fatigados ojos. Yo te reemplazaré por un rato.”
Palinuro no se deja engañar; intenta, ay, vencer al
Sueño poderoso:
“¿Quieres que ignore lo que es la
mar en bonanza y lo que son las olas apacibles? ¿Que me fíe de ese monstruo?
¿Que entregue la suerte de Eneas a los falaces vientos, después de haberme
engañado tantas veces las insidias de un cielo sereno?”
Y alzándose con toda su fuerza, aferrando la barra
del timón, clava los ojos en los astros. Pero entonces el dios invencible le
sacude sobre las sienes un ramo empapado en el río del Olvido y en el sopor de
la Estigia, aquella laguna por la que los mismos dioses temen jurar. Se apoya
sobre él el numen, le cierra los ojos, le afloja las piernas y lo empuja al
mar. En la caída, arrastra la barra que tenía en sus manos, y por ella se salva
de morir ahogado. En tanto, la flota sigue su curso, no lejos de las temibles
islas de las Sirenas. Pero Eneas no duerme; y al advertir su nave a la deriva,
toma él mismo la dirección en medio de la noche, llorando por su amigo perdido:
O nimium caelo et pelago confise sereno,
nudus in ignota, Palinure, iacebis harena.
“Oh, en exceso confiado en el mar y
el cielo sereno,
desnudo en ignorada arena yacerás,
Palinuro.”
Varias centenas de hexámetros después, Eneas baja al
Averno de la mano de la Sibila; allí, en la antesala siniestra del mundo
infernal, todavía de este lado del tartáreo Aqueronte, Palinuro relata su
desastrado fin. No murió en las olas como Eneas creía; el oráculo no mintió al
decir que ningún troyano perecería en el ponto; Palinuro, asido a su tabla,
flotó tres noches en un mar tormentoso, y fue a dar a una playa desconocida,
donde los naturales lo mataron. Allí sus huesos yacen insepultos, allí donde
todavía hoy los mapas de la costa lucana muestran el Cabo Palinuro. El relato
del muerto termina con este muy bello hexámetro, que Merwin glosará en su
poema: Nunc me fluctus habet versantque
in litore venti: “Ya el oleaje me tiene y en la costa me remueven los
vientos.”
Ahora —ahora: en la época que le dictó
a Merwin este poema— los huesos del timonel ya no marcan rumbo ninguno.
Solamente fulguran en la playa. Su blancura remeda la desordenada estela
nocturna de ninguna nave. Y sólo puede pedir consuelo a Polaris, a la estrella que
señala el mudo Norte inaccesible, la desolada “idea del Norte” de que hablaba
quizá Glenn Gould. Allá parecen dirigir su plegaria estos huesos por entre los
cuales se filtra el viento y silba o susurra. “Ya el poeta no puede pretender
convertirse en guía de los otros hombres —escribe Pablo Anadón—... No obstante,
aunque el resplandor de sus huesos, de sus versos, conforme ‘una desordenada
estela nocturna’, en ese fulgor disperso cada uno puede hallar una cifra de su
propio padecimiento. Y en su brillo, el de la poesía en un mundo sin Dios,
puede encontrarse asimismo una reminiscencia al menos de aquel ‘solitario
candor’...”
Sin conocer todavía esta límpida
exégesis, yo había escrito estos versos, que tal vez nada agreguen, pero que
acaso acompañen o intenten vestir la desnuda osamenta oracular de Merwin:
Palinuro
Desvelado en la muerte Palinuro,
timonel insepulto, en la ribera
tus huesos blancos niegan tu
reposo.
Para tus compañeros la memoria,
para la arena tu carroña límpida,
para el mar lo que fuiste,
irrestañable.
Imaginemos que en algún momento,
en medio del fluir y a la ventura de sus años, un hombre siente que ha perdido
el rumbo, que anda a la deriva en un mar insidiosamente sereno, y recuerda entonces
el mito del piloto vencido y abre la Eneida de Eugenio de Ochoa o la de
Virgilio. Comprende, al leer esto, que hay en el fondo del hombre un jefe
siempre despierto, un guía seguro, que vela cuando los demás duermen, cuando se
duerme y desaparece incluso el vigía. (Palinuro quiere decir, en griego, “el
que guarda dos veces”.) Eneas toma personalmente el mando: llorará por el
muerto, pero seguirá adelante. Pues como dice San Columbano: nullus enim in via habitat sed ambulat, ut qui ambulent in via,
habitent in patria.
Oficio de tinieblas, Palinuro,
es el tuyo, de cara a esas estrellas
que no saben leer en nuestros labios
el anhelo que nombran, el anhelo
de saber si hay un rumbo en el abismo
para volver adonde no sabemos,
para volver a tierra. Porque el piélago
es un camino errante y no la patria,
y nadie en el camino —dice el santo—
habita, sino anda, porque habiten
en la patria por fin los caminantes.
De Lo intraducible (2010)
3 comentarios:
Felicitaciones por tu espacio.
Te dejo unos versos de Oliverio Girondo, que vinieron a mi memoria leyèndote.
Pleamar
Nada ansío de nada,
mientras dura el instante de eternidad que es todo,
cuando no quiero nada.
Saludos.
¡Gracias, Adriana! Por esos instantes de gracia, que a veces alcanzamos, vale la pena atravesar el desierto.
No creo que sea digno, pero de todas maneras:
Tantos mares surcaste aferrado al timón
Que ni la negra obscura noche pudo
De él arrebatarte, con determinación
Luchaste, quedaste al final osudo.
Mandabas el camino como dueño,
Fuiste quién veló ante el Sueño,
Y cuando, persiguiéndote, vino
Sin túmulo dejote, ni Latino.
Y el Sueño te llevó, en descuido duro
Te lloraron tu amigo y tu barca
Tu nombre lo sabemos, Palinuro.
Ya el mar te llora, él vive de duelo,
Por culpa de la ciega Noche Parca,
De lágrimas se llena, sin consuelo.
Saludos.
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