sábado, 19 de febrero de 2011

El aula hoy

Los que suelen visitar este blog tal vez se asombren de encontrar las opiniones que siguen. Forman parte de un debate reciente (humeante, mejor dicho) y quizá supongan un muy otro 'lector modelo'. Igualmente, como aprender y enseñar son funciones inherentes al animal racional, no creo que a nadie el resulten del todo ajenas. Así que no pediré disculpas; sólo espero que nadie se crea ofendido si expongo aquí, a mi modo, males que conocen todos y que muchos han contado ya.

Con cierta frecuencia se oye decir que “los alumnos no aprenden sólo en el aula”, más o menos con la misma o parecida intención con que se dice que “hay cosas que no se aprenden en los libros”. Estas afirmaciones no sólo son verdaderas sino también obvias: entre otras cosas, todos los seres humanos aprenden a caminar, a hablar y a desenvolverse en su grupo sin haber pisado un aula y mucho antes de saber leer y escribir. Lo que llama la atención es oír con frecuencia estas frases en el ámbito escolar: llama la atención porque ellas parecen estar destinadas justamente a menoscabar la función más propia de la escuela, la que es en definitiva su razón de ser (1). Pues nadie duda de que en la escuela los alumnos aprenden muchas cosas ajenas al estricto plan de estudios: aprenden a convivir con sus compañeros, a participar en tareas diversas, a enfrentar y resolver situaciones conflictivas. Pero lo que le da sentido a la escuela, como tal, es otra cosa, que hoy muestra una dramática decadencia. En los últimos años, hemos asistido a un vaciamiento simbólico del aula, que no viene solo de la ligera crítica de la calle, sino de posiciones pedagógicas que considero legítimo discutir.

El aula forma parte de la más vieja tradición escolar. Recordemos que la escuela argentina, que emergió de la Ley 1420 de 1884, fue un logro de los sectores más progresistas de nuestro país, que consagraron la educación gratuita, laica y universal, contra la férrea oposición de la Iglesia Católica y de otros sectores. Señalo esto para no olvidar que en aquellos tiempos la escuela pública representaba, al menos para sus propulsores, una victoria del espíritu científico contra el oscurantismo, de las luces contra las tinieblas del pasado. Y no eran sólo palabras: la Argentina se convirtió en el país con menor tasa de analfabetismo de América Latina; nuestra educación pública, en todos sus niveles, pronto pudo contarse entre las mejores del mundo. Desde luego, la misma institución que difundía el conocimiento servía para uniformar y disciplinar, no menos que para construir un principio de identidad nacional, en un país adonde había casi la misma cantidad de inmigrantes que de nativos. Era, bien lo sabemos, una institución basada en la autoridad, a menudo rígida y no pocas veces, pese a las declaraciones en contrario, dogmática. Pero era eficaz. Es evidente que tuvo éxito porque formaba parte armónica de un proyecto político nacional de largo alcance; un proyecto que buscaba formar ciudadanos, trabajadores y profesionales responsables para un país que pretendía integrarse, como se decía entonces, “en el concierto de las naciones”.

La trágica historia del siglo XX, que no pienso resumir acá, ha hecho desaparecer todo esto. Las naciones existen, pero pesan menos. El mundo está gobernado por gigantescos grupos económicos, o mafias, a quienes no les interesa lo más mínimo formar ciudadanos, sino aumentar las ganancias. La ciencia, nominalmente pública, es en la práctica el privilegio de élites cada vez más reducidas. No está muy lejos el futuro temido por Umberto Eco, en el que una pequeña minoría dirigente leerá libros y el resto mirará televisión. Hasta sospecho que ese futuro ya nos ha alcanzado. Una mayoría creciente nutre su imaginación y su opinión de los desechos de la cultura de masas: deportes, pornografía, programas de entretenimientos, películas de acción. En la vida cotidiana, el marketing ha desplazado a la realidad. Invirtiendo la célebre fórmula de José Ingenieros, no importa ser sino parecer; mejor dicho, ha triunfado Berkeley: “ser es ser percibido”, vale decir, aparecer en la tele o al menos en el youtube. Y a ese grado pleno de la existencia, que es aparecer en pantalla, sólo puede aspirar lo espectacular, lo que se puede traducir en números, lo que es criminal o asombroso. La tarea paciente de estudiar y aprender, que es la tarea del aula, no encaja en esos parámetros. No puede aspirar, pues, sino a una forma menguante de existencia: invisible a los ojos, que están pegados a la pantalla, pero acaso, por eso mismo, esencial.

Conocemos de sobra los lugares comunes sobre el tema. El discurso hoy hegemónico desvaloriza todo lo que ha sido el sustento de la escuela: desvaloriza la palabra, en favor de la imagen; desvaloriza la memoria, en favor de una inventiva rápida; desvaloriza el saber, en favor de la opinión (2); desvaloriza al docente, en favor de la computadora. El discurso hegemónico es, en síntesis, completamente funcional al modo de vida que nos han impuesto las multinacionales. Produce consumidores compulsivos y mano de obra agradecida. La lógica es siempre la misma: si vendo más o si compro más, me gano un premio. Por cierto que la lógica del aula es otra, y por eso parece estar fuera de lugar. El aula es una institución tradicional: pero en el discurso hegemónico, “tradición” es una mala palabra. Ese discurso olvida que sin tradición no hay sociedad, ni mucho menos conciencia ciudadana, porque no hay memoria ni saber; sólo opinión, cuyo único mérito radica en ser o en parecer nueva (3).

Se intenta lograr que la escuela sea menos expulsiva. No hay nada que objetar a eso, con tal que la escuela siga siendo escuela. El período menemista implantó el modelo de la escuela-guardería, donde los alumnos están “contenidos”, pero donde no importa si aprenden algo. En la actualidad, ha cambiado el discurso, pero no se ven cambios significativos en la realidad. Los alumnos que llegan a las instituciones terciarias y universitarias lo demuestran. No se puede contar con que conozcan la regla de tres simple, que puedan descifrar un mapa o que tengan incorporada la noción del devenir histórico; algunos de ellos apenas saben leer y escribir. No tengo estadísticas: me importa cada uno de esos muchachos y chicas; me pregunto cómo es que ese alumno, en concreto, pasó por la escuela secundaria y egresó de ella sin adquirir al menos los conocimientos básicos.

Nadie ignora, aunque hipócritamente lo dejemos pasar en silencio, que hoy el sistema escolar premia el menor esfuerzo. Imaginemos una situación hipotética. Imaginemos a un docente que de verdad se propone enseñar. Cuenta con el entusiasmo de una cuarta parte del curso y con la indiferencia o la resistencia tácita de las otras tres. Imaginemos que ese docente, desvelado, anheloso, angustiado casi, prueba una y otra manera de acercar a sus alumnos lo que quiere enseñarles; se gana, con enorme esfuerzo, a otras dos cuartas partes. Ve algunos logros que lo llenan de íntima satisfacción, pero le quedan, al final, quince para diciembre, diez para marzo. Llegan los padres a quejarse porque los chicos no aprobaron. La asesora pedagógica o el director vienen a preguntarle qué es lo que está haciendo mal. Trabaja hasta el último día de diciembre, trabaja desde el quince de febrero... Ahora imaginemos otro perfil. Imaginemos un docente que no intenta enseñar demasiado. Se conforma con poco, por no decir con nada; mientras él conversa con los del frente, los del fondo juegan al truco o se entretienen mandando mensajitos. Cada vez que puede, pide licencia, con la ayuda de un médico amigo. Todos los chicos aprueban. Nadie vino nunca a observarlo, nadie le reprocha nada, nadie sospecha de él. Los padres no dicen ni mu. Tal vez algunos alumnos desprecian a ese docente, pero ninguno habla; se acordarán tal vez de él cuando estén en la facultad. Por supuesto, no he hecho más que plantear dos situaciones hipotéticas; pero ahora pregunto: ¿cuál de estos dos hipotéticos docentes es más funcional al sistema?

La escuela, la antigua y tradicional escuela pública que dio algún prestigio a nuestro país, es hoy una reliquia. No lo digo con nostalgia: es un hecho. Pero además, la presión social tiende a reducir a la escuela de hoy a un lugar de contención y no de aprendizaje. De todos modos, los pocos que pueden y quieren que sus hijos hablen inglés y se abran el camino que conduce a Harvard o a Cambridge, los mandan a una escuela privada. Tal es la mentalidad contra la cual mi generación trató de defender la escuela pública. En esa defensa, el aula resultó ser siempre la última barricada: un lugar de debate profundo, de toma de conciencia, de resistencia al modelo imperante; por esta razón me niego a aceptar que se la desvalorice, que se la vacíe de significado. Quiero que mi aula sea observada, corregida, puesta a punto. Quiero que me digan de qué modo puedo mejorar mis métodos de enseñanza. Pero no quiero que me vacíen el aula. Suele decirse también que la escuela no puede ser una isla; yo agregaría a la frase un adverbio: desgraciadamente, la escuela no puede ser una isla. Pero depende de nosotros mimetizarnos con la tendencia dominante o distinguirnos de ella. La lógica de los medios masivos induce el deseo, pero no otorga sentido: todo lo que proponen (e imponen) es efímero, casual, insignificante. Creo que la escuela puede seguir siendo un lugar de resistencia, si logramos que algo de lo que hacemos en ella tenga sentido.

Sin duda, hay muchas cosas que no se aprenden en los libros; pero hay cosas que sólo se aprenden en ellos. Del mismo modo, hay una relación pedagógica que sólo se da en el aula y de la que no podemos prescindir, si no queremos abaratar la formación de nuestros alumnos y en definitiva reducir la escuela (en cualquier de sus niveles) a un lugar de aguante.

Hace ya ochenta años, escribía Antonio Machado en su Juan de Mairena: “Para nosotros, difundir y defender la cultura son una misma cosa: aumentar en el mundo el humano tesoro de conciencia vigilante”. Todavía la escuela, a pesar de su crisis, de su decadencia y hasta de la desintegración de muchos de sus pilares conceptuales, tiene algo que aportar a esa tarea. La “filosofía” en su sentido más amplio, el amor al saber, que incluye como componente esencial la crítica de las propias creencias, puede tener en el aula un escenario propicio, y acaso uno de los pocos que le van quedando. El amor al saber se alimenta sin duda con el diálogo, con la práctica, con el ejercicio; pero nace y crece en la intimidad de cada ser. Y sin ese amor al saber, sólo tendremos docentes de segunda, o tal vez, como he dicho, docentes funcionales al sistema. Lo que importa siempre, a mi entender, es tratar de ver de qué lado estamos.



Notas

(1) Una versión humorística de estas frases se encuentra en el número de Les Luthiers Visita a la Universidad de Wildstone, donde se dice que “para los profesores y para los alumnos de Wildstone, la diversión y la recreación no son menos importantes que el estudio; son... más importantes”.

(2) Acerca de la opinión decía el sofista Gorgias (siglo V a.C.): “Dos medios de fascinación y de magia se han inventado, que son los errores del alma y los engaños de la opinión. ¡Cuántos persuadieron y persuaden a cuántos y sobre cuántas cosas, forjando un discurso engañoso! Pues si todos tuvieran memoria de todo lo pasado, conciencia de lo presente y previsión de lo porvenir, el discurso no sería como es; pero ciertamente a nadie le es fácil recordar el pasado, ni examinar el presente, ni adivinar el porvenir. De modo que sobre la mayor parte de las cosas, la mayoría satisface su alma con el mero consejo de la opinión. Vacilante, insegura, la opinión arroja a quienes se valen de ella a situaciones inseguras y vacilantes” (Encomio de Helena).

(3) Sin duda, y en términos generales, la escuela tradicional era autoritaria: tenía dispositivos capaces de gobernar eficazmente el miedo; prohibía rígidamente, previendo el acatamiento de la mayoría y la rebelión de unos pocos. Rasgos éstos que, desde luego, siguen funcionando hoy, porque son afines a una mentalidad que ningún discurso democrático ha podido vencer. Pero los medios masivos tienen un poder infinitamente mayor, porque son capaces de gobernar el deseo. No nos prohíben nada: nos enseñan lo que queremos. La orden no aparece por ningún lado; por eso es mucho más eficaz. Como ha escrito Alfonso Berardinelli, “las masas están compuestas de individualistas; los individualistas ejecutan órdenes que nadie les ha dado”.






5 comentarios:

soylauraO dijo...

VALIOSO Documento.Responsabilidad es la habilidad para dar respuesta;y los padres no asumen su rol, pretendiendo ser amigos de sus hijos. Era virtud para Platón que cada uno haga lo que se espera de él de la mejor manera. Pesada labor la del maestro por vocación que desea enseñar a ver. Pueden loa padres elegir ser ciegos,pero, los hijos sin educación quedarán sin ojos. Primero que aprendan porque para cuestionar les quedará el resto de la vida.

Alejandro Bekes dijo...

Es que si uno no conoce el asunto, cuestiona sin fundamento y queda en ridículo, ¿no? Lo que me preocupa es que la descalificación del saber ha llegado aun a la teoría pedagógica. Casi todo lo que sabemos puede y debe ser puesto en duda; pero al mismo tiempo, como dice Horacio en su Epístola, hay que tener el coraje de saber. La ignorancia es cómoda y ahora está de moda jactarse de ella.

Valeria dijo...

Larga es la lucha que me estpera!! Es tan cierto todo lo que dice el texto. Me siento totalmente identificada como una alumna de secundaria del segundo profesor mencionado...y no quiero que eso tambièn le suceda a mis alumnos. Realmente hay que tener el coraje de saber y tambièn, frente a la masa deignoracia, de ambiciones, de estupideses; hay que tener coraje de estar frente a una clase y enseñar, mantenerse despierto y hacer ver a los demàs...Gracias Profe!por acercarnos este texto!!totalmente de acuerdo!!

Anónimo dijo...

Aveces sucede que otro pone en palabras aquello que pensamos,lo que nos inquieta,nos llama a la reflección,muy explicito, creo que todo el que ama esta tarea, la docencia,convive con la frase sólo se que no se nada...duda siempre de sus certezas y a lavez sueña con alcanzar la verdad aunque sólo sea por un instante...
Sería interesante debatir alguna de sus reflexiones en el aula.
Feliz de haberme encontrado con sus ideas, despues de haberlo encontrado en el aula.
Una alumna

Anónimo dijo...

Anónimo
La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo.
Pero cómo cambiamos el mundo si el Estado impone un mundo como decía Platón(doxa-opinión)cómo llevar a los niños a descubrir verdades, cuando el Estado te coaccione y te impone parámetros cerrando la posibilidad de guiar la búsqueda de nuevas verdades,porque no le conviene que sus ciudadanos piensen.Lamentablemente un mundo relativo.
Hagamos la República utópica al menos!!!