sábado, 12 de febrero de 2011

Democracia

Se llaman “frases históricas” las que a lo largo de los siglos han recogido o inventado los historiadores. No costaría nada (ni valdría mucho) clasificarlas como un género literario menor, una especie de híbrido no siempre estéril del aforismo y de la réplica teatral. Sabemos que buena parte de ellas son más bien estúpidas, que algunas pocas son de verdad memorables, que casi todas son inverosímiles en la supuesta circunstancia que las vio nacer. “De todas las cosas apócrifas (escribe Sábato), las más enérgicamente apócrifas son, quizá, las frases históricas. Dada la naturaleza de la historia humana, casi siempre han sido pronunciadas durante una batalla, o en la cámara de torturas, o al morir en la guillotina. En tales momentos, nadie que no sea un incurable literato pronuncia frases que puedan hacerse célebres por su estilo literario; y las frases históricas son, precisamente, frases pulidas y trabajadas. No hay duda de que las inventa laboriosamente la posteridad —como todas las cosas históricas”.

Una frase histórica hay que quisiera destacar entre todas. No la dijo un personaje célebre y prescinde de aquel pulido literario que Sábato no sin razón atribuye al género. Es una frase simple y llana, pero que expresa un hecho extraordinario; pues he llegado a la conclusión, nada original, de que el animal humano, instintivamente gregario y crédulo, bastante cómodo, por no decir haragán, y obediente, por no decir cobarde, ha preferido casi siempre delegar en otros la tarea de tomar decisiones. Me incluyo, por las dudas, en la condena general.

Eduard Fraenkel, en su erudito y hermoso libro sobre Horacio, compara la conducta seguida en los comicios de Roma durante la República, con la de la asamblea de Atenas en la Democracia. Existían, dice, dos tipos de encuentro constitucional del pueblo romano: contiones y comitia. En ambos era norma que sólo el magistrado hablase. Éste podía, en todo caso, permitir a un ciudadano expresarse en la asamblea, pero de ningún modo un particular hubiese podido tomar la iniciativa, hacer una propuesta y luego preguntar si alguien tenía otra mejor. En la contio, el pueblo se atenía a escuchar la comunicación del magistrado convocante; en los comitia, luego del discurso del magistrado, la asamblea, sin discutir la propuesta ni sugerir enmiendas, debía votar, ya por sí (uti rogas), ya por no (antiquo). Muy distinto era el procedimiento en la asamblea de Atenas, regida por un principio de libertad según el cual, después que los oradores expusieran el orden del día, un heraldo hacía una pregunta.

Esta pregunta, simple y llana, que es por cierto la frase que motiva esta nota, representa a mi juicio uno de los momentos más importantes de la historia humana. Se dirá, con justa razón, que la democracia ateniense excluía a las mujeres, a los extranjeros residentes, a los esclavos; que son conceptos incompatibles esclavitud y democracia; que esa democracia no pudo sostenerse en el tiempo y dio lugar, a la larga, a un feroz recrudecimiento de las tendencias autoritarias. Hechas las cuentas, queda en pie que fue el primer intento histórico de que el conjunto, el pueblo, se gobernase a sí mismo. Por otra parte, estoy convencido de que el principio de representación de las democracias modernas habría hecho sonreír a los irónicos contemporáneos de Pericles. Finalmente, yo viví mi primera juventud bajo una infame dictadura militar, represora y amordazante; bajo el miedo de hablar, bajo el miedo de ser yo mismo, bajo el miedo de andar por la calle, siempre a la sombra oprobiosa de los fusiles. Por eso, tal vez, me conmueve esta simple frase, que en la Atenas democrática pronunciaba un heraldo, después que los oradores habían despachado el orden del día. La frase abría el debate. Un debate donde la voz de todo ciudadano, la voz de un ciudadano cualquiera, tenía su lugar. Un ciudadano no podía medirse por un voto. Un ciudadano no era un número. Una palabra razonada podía cambiar el curso de un debate, sin importar la condición del que la decía. La frase simple y llana del heraldo era esta: Tís agoreúein boúletai? “¿Quién quiere hablar?”

3 comentarios:

soylauraO dijo...

En estos miles de años hemos ensuciado tanto a las palabras que, a continuación de: ¿Quién quiere hablar?, deberíamos agregar FUNDAMENTE LA VERACIDAD DE SUS DICHOS (que,casi siempre son acusaciones); porque correremos el riesgo de que algún presente vocifere: ¿Por qué no te callas?,como hizo el rey, que tenía toda la razón de exigir que no se manche a los representantes de su patria.
Para ser sincera,al concepto de "ensuciar" lo reemplazaría, y le daría una personificación a la "PALABRA", con "prostituir" en la segunda acepción de la Real Academia Española :"Dicho de una persona: Deshonrar, vender su empleo, autoridad, etc., abusando bajamente de ella por interés o por adulación."
Si pudiéramos omitir todas las masacres posteriores, bien podríamos volver a usar la toga.

Alejandro Bekes dijo...

Se habla de más y se maldice, pero lo considero preferible a la mordaza, a la mudez, al silencio. Quizá nuestro problema hoy sea que el exceso de verborragia no nos deja percibir la palabra que de veras significa algo. Pero mientras no nos maten por hablar, al menos podremos decir, como Blas de Otero: "Me queda la palabra".

Leonor Mauvecin dijo...

Excelente tu comentario Alejandro, esa frase es una llave que abre puertas , sin dudas