miércoles, 17 de noviembre de 2010


VAN GOGH, Huertos en Montmartre (1887)

Este hombre quiere forzar con fuerza titánica el muro del infinito. Pero el muro no cede ni aun ante esa fuerza. Coloso vencido por lo imposible, el cuadro habla, habla en silencio a gritos, para todos y para nadie, como el Zaratustra de Nietzsche. Hay un horizonte negado por un cielo implacable. Inútilmente las aspas de un molino (oscuro azul sobre celeste oscuro) quieren abrir un hueco, una rajadura en ese muro perverso. Las pinceladas en colores violentos son huellas de pasos, son pasos sin rumbo contra el cielo invasor.
Otros pintores imitan lo real, Vincent lo crea. La pintura o el dibujo son miradores abruptos que dan a la cosa en sí. Brechas abiertas en la ceguera humana. Degluten el mundo y crean desde dentro, desde la esencia que han hecho suya.
Pero pintar no libera, no redime al pintor. En eso se parece a nosotros. Cada nueva pintura es una victoria parcial, una victoria pírrica, inserta en un guerra perdida. Algo grandioso de donde el alma misma está ausente, o sola; y es lo mismo estar solo que estar ausente.
El autorretrato de 1886 nos dice: “Mira cómo he quedado por llegar hasta acá”. El de 1887 nos dice: “¡No vengas hasta acá!”
Acaso lo que más nos conmueve de él es que sabía pintar con colores de infancia. No con la ignorancia del niño, sino con la sabiduría perdida del niño.

1 comentario:

Moankes dijo...

Ale:

Me parece extraordinario el texto. Es una interpretación profunda y esencial no solo de esos cuadros de Vincent, sino de la verdadera condición humana, de la cual el pintor es fiel y auténtico reflejo. Pocos como él, lograron expresarla con tanta claridad e intensidad.
Gracias.