Un poema de Victor Hugo
Al inicio de su fantástico y desmesurado libro sobre Shakespeare, Victor Hugo refiere que, en los primeros días de su exilio en la isla de Jersey, conversaba con su hijo menor sobre la mejor manera de aprovechar aquel tiempo. "¿En qué piensas emplearlo?" preguntó el hijo. "Contemplaré el océano", respondió el padre; y después de un silencio: "¿Y tú?" "Yo -repuso el hijo- traduciré a Shakespeare". El poeta sabía que las palabras resuenan y no se vinculan sólo con aquel a quien se refieren sino también con quien las ha dicho. La obra poética de Hugo abarca tan diversas maneras -de la límpida nota lírica a la amplia meditación filosófica, de la insondable lamentación a la graciosa anécdota, de la moral más grave a la sensualidad más exquisita, de lo íntimo a lo exótico-, que bien se siente al leerla lo que sugiere aquel diálogo, es decir, que esta obra, como el océano o como Shakespeare, no tiene límites. De entre sus muchas formas, la epopeya de raíz bíblica es una de las que más me ha conmovido siempre; y de entre ellas, La conscience y, por supuesto, Booz endormi. De la primera, cuya traducción ofrezo ahora, me parece admirable ante todo la composición, sabiamente graduada y variada y en clímax constante; luego, la genial asociación del pecado y la culpa (vale decir, de la conciencia) con la civilización. Esta asociación no es sencilla: no se trata solamente de que la conciencia moral sea el origen de las ciudades; también las ciudades son recintos violentos, de donde Dios parece expulsado. Y sin embargo, ese ojo que todo lo ve puede penetrar el más recóndito hueco donde se refugia el que quiere huir de sí mismo.
La
conciencia
Con
sus hijos vestidos de pieles de animales,
Desmelenado
y lívido bajo los vendavales,
Cuando
Caín delante de Jehovah hubo huido,
Al venirse
la noche ese hombre ensombrecido
Llegó
a una gran llanura, bajo montes gigantes;
Su
mujer fatigada y sus hijos jadeantes
Le
dijeron: “Echémonos a dormir en la tierra”.
Caín
pensaba, insomne, al pie de aquella sierra.
Al
alzar la cabeza, entre fúnebres nieblas
Vio
un ojo, un ojo inmenso abierto en las tinieblas
Que
lo miraba desde la sombra fijamente.
“Estoy
muy cerca”, dijo temblando; y a su gente
Despertó,
a la agotada mujer, al hijo reacio
Y
continuó su fuga, siniestro en el espacio.
Cuando
hubo treinta días, treinta noches andado,
Mudo,
pálido, al mínimo ruido atemorizado,
Furtivo,
sin mirar tras de sí, sin espera,
Sin
reposo, sin sueño, alcanzó la ribera
Del
mar, en el país que Asur se llamó luego.
“Detengámonos
―dijo― y tengamos sosiego;
Descansemos:
los límites del mundo hemos tocado”.
Cuando
sentado estuvo, vio en el cielo apagado
El
ojo, allá en el fondo del horizonte umbrío.
Estremecido
entonces, con negro escalofrío:
“Ocúltenme”
―gritó. Y, en los labios el dedo,
Al
viejo huraño vieron todos temblar de miedo.
Caín
dijo a Jabel, padre del pueblo que iza
En
el hondo desierto su tienda voladiza:
“Extiende
de este lado la tela de tu tienda.”
Y
entonces desplegaron la flotante vivienda;
Y
una vez que con pesos de plomo estuvo fija,
“¿No
ves ya nada?” ―dijo Tsila, la rubia hija
De
sus hijos, la niña dulce como una aurora;
Y
Caín respondió: “¡Lo veo igual ahora!”
Jubal,
padre de aquellos que mandan los señores
A
soplar los clarines y golpear los tambores,
Gritó:
“¡Yo he de construir una barrera fiel!”
Hizo
un muro de bronce, puso a Caín tras él.
Caín
dijo: “Ese ojo me mira siempre.” Airado
Dijo
Enoch: “Pues haremos un murallón torreado,
Tan
terrible que nunca precise centinela.
Una
ciudad alcemos, con una ciudadela,
Una
ciudad alcemos, cerrada con aceros.
Tubalcaín
entonces, padre de los herreros,
Construyó
una ciudad enorme y sobrehumana.
En
tanto, sus hermanos, en la pradera llana,
A
los hijos de Enós y a los de Set cazaban,
Y a
todo el que veían los ojos le arrancaban;
A la
noche, asaeteaban los astros infinitos.
A la
tienda de tela la reemplazó el granito;
Ligaron
cada bloque con nudos de herrería,
Y
una ciudad de infierno la ciudad parecía;
Sus
torres daban sombra de noche a las campañas;
Dieron
a las paredes el grosor de montañas;
En
la puerta grabaron: “Prohibido a Dios entrar.”
Y
cuando terminaron de cerrar y murar,
En
una pétrea torre pusieron al sombrío
Anciano,
siempre lúgubre y extraño. “¡Oh padre mío!
―Dijo
Tsila temblando― ¿el ojo ya no está?”
Y
Caín respondió: “Él siempre sigue allá.”
Entonces
dijo: “Quiero vivir bajo la tierra,
Como
hombre solo a quien ya el sepulcro lo encierra;
Yo
no veré ya nada, por nada seré visto.”
Se
hizo, pues, una fosa. Caín dijo: “Estoy listo.”
Luego
descendió solo a esa bóveda fría
Y
cuando se sentó ya en su silla sombría
Y el
foso fue cerrado sobre su frente al fin,
Aquel
ojo en la tumba lo miraba a Caín.
2 comentarios:
Tremendo. Acá lo leí al empezar el día, recién hoy.
¿Habremos tristemente tapado al fin de murallas y basura aquel ojo inquisidor?
Quizás si no pesara sobre Cain la culpa... se hubiera atrevido a dialogar.
Abrazo.
Alfonso
Hola creo que sobre Caín más que la culpa lo que le pesa es la envidia.
"Con sus hijos vestidos de pieles de animales"...y retumba en mis oídos una frase que me han enseñado acerca de la envidia que dice así:"La envidia es fea y deforme y sus garras de oso todo lo destruyen".
Considero que Caín se destruye a sí mismo envenenado en su propio odio.El odio del envidioso lo unde en su propio abismo.
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