martes, 1 de diciembre de 2015


Iurare in verba magistri

 

A Gustavo Lambruschini

 

            Me reencuentro, no sé si por azar, con estos versos, tan citados, de la primera epístola de Horacio. Los llevé largo tiempo conmigo, después quedaron en algún rincón de la memoria y ahora vuelven, como obedeciendo a un remoto ciclo planetario:



 
Ac ne forte roges quo me duce, quo Lare tuter;
nullius addictus iurare in verba magistri
quo me cumque rapit tempestas deferor hospes.
 
Y no me quieras preguntar qué jefe o qué escuela me guía:
no apegado a jurar por las palabras de maestro ninguno,
donde la tempestad me arrastra, como huésped me acojo.


 

            El interlocutor es, por supuesto, Mecenas. Y la negativa anticipada del poeta tiene su razón de ser. Ya no quiere que le pregunten si es un epicúreo consecuente (o sea, un nitidum Epicuri e grege porcum), o acaso un cínico, un peripatético o un estoico... Ya no lo quiere. Et pour cause. En aquella Roma tan urbana y tan escéptica, como en el mundo tan desinhibido y libre de hoy, había que ser algo. Había, hay que tener encima algún rótulo que les permita a los otros catalogarnos. Horacio se niega. Por eso, sin duda, se queda solo. Mejor dicho: está solo. Benditamente solo, no meramente en su finca de la Sabina, rodeado del murmullo del aire en las altas ramas y de la fuente de Bandusia entre las ramas sonoras, sino en su soledad ideal de poeta filósofo, que no se casa con nadie, que no jura sobre el libro de ningún maestro y prefiere oír lo que le susurran las hojas. Es claro que hoy no podría ganar un concurso universitario.

            Werner Jaeger nos recuerda, para nuestra sorpresa quizá, que “las sectas, el dogma y la teología son productos distintivos del espíritu griego”. Pero –agrega– “no es de la religión griega de donde brotan, sino de la filosofía, que en la época helenística estaba dividida en un buen número de sectas, definida cada una por su propio y rígido sistema dogmático”. Ahí tenemos la paradoja de que el mismo pueblo que inventó la democracia y la expresión sin ambages o parrhesía, después inventó también la obligación de pertenecer a algún grupúsculo o conventículo, de sostener a rajatabla algún dogma y de jurar sobre la palabra de algún maestro. Esto llegó por supuesto a Roma, pero allí (Dios sabe por qué) el espíritu de un Cicerón o el de un Horacio se negaron a acatar la orden. Como se sabe, los manuales llaman eclecticismo a esta actitud, pero me pregunto si no podríamos llamarla sencillamente libertad. Echar mano de las teorías como quien usa una caja de herramientas, he oído decir que dijo un filósofo. Otros, más cautelosos o más timoratos, piensan que no hay herramientas neutras, que todas llevan la marca de la ideología a la que pertenecen y que (por lo tanto) “hay que tener cuidado” con los conceptos que uno esgrime o maneja, no sea cosa que nos confundan con lo que no queremos ser...

            No sé qué siente mi lector, pero creo estar un poquito harto de esas personas que, cuando les presentamos una duda o un problema o una crítica, nos responden citando el manual, no sólo ab ovo usque ad malum, desde el huevo hasta la manzana o desde el aperitivo hasta el postre, sino también ad nauseam. ¿No se siente mi lector, ante actitudes semejantes, ligeramente subestimado? ¿No siente la sutil condescendencia de quien cree que hemos olvidado la lección y que por ende necesitamos que nos la repitan? ¿No sentía mi lector lo mismo cuando, en la escuela, un compañero se sacaba un diez por repetir en el frente, igual que un magnetófono o un loro, el medio párrafo que el profesor nos había indicado, y que con pudoroso lápiz habíamos marcado en el libro con las palabras “desde” y “hasta”...? Ya me parecía. Coincidimos entonces. No somos afectos a repetir el manual, no somos adictos a la palabra magistral. Diga lo que diga, el parrafito proviene en última instancia de un ser humano como yo, que como yo puede acertar o puede equivocarse, no de alguna aterradora divinidad incógnita que lo pronunció in illo tempore, ante la consternada expectación de sus apóstoles. En todo caso, me parece más coherente la existencia de católicos o mahometanos dogmáticos y ortodoxos, que la de marxistas, guevaristas, maoístas, heideggerianos o bourdieuanos o luisd’elianos dogmáticos y ortodoxos. Hermoso sería prescindir de los sufijos –ista y –ano. Hermoso sería ser libres. Permitirnos, como quería Tácito, sentir lo que queramos, y no solo decir lo que sentimos. De poco vale la libertad de expresión, si no somos libres de pensar. Si hemos renunciado a pensar, mejor dicho, por la comodidad de repetir lo que otros pensaron. O por el miedo a coincidir con quienes creemos niños muy malos, servidores de Satanás.

1 de diciembre 2015