domingo, 21 de abril de 2013


A Esmeralda



Esmeralda, ese hombre,
anciano ya, que llega paso a paso
y abre con mano rígida la puerta
de la panadería, me parece
la viva imagen de lo que seré
un día, si la muerte antes no llama.
Y al verlo solo, mal vestido y triste,
me pregunto si acaso
cuando yo sea él, irás conmigo
para comprar el pan hasta la esquina
y si, como yo un día
te cargué alegremente en estos hombros,
y fui feliz subiéndote a la hamaca,
al tobogán del parque, al subibaja,
y te seguí por la vereda húmeda
llevando un cochecito de juguete
con tu muñeca adentro,
querrás también acompañarme entonces
por un rato no más, hasta la esquina,
y si podré mirarte ―rubio tu pelo al sol―
y sonreír como quien agradece
a la existencia haber vivido tanto.

sábado, 6 de abril de 2013


Un poema y un eco

Hace tiempo intenté, para mis alumnos, el siguiente comentario de un fragmento de "Campos de Soria", de Antonio Machado. Lo pongo ahora a consideración de quienes releen al poeta, anteponiendo el texto para mayor comodidad y también a modo de homenaje; sigue el escueto comentario. Como le hizo decir Quevedo a su Marco Bruto: Si merezco pena, no me la perdonéis; si premio, yo os lo perdono.


Campos de Soria


V

 

La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.
El cierzo corre por el campo yerto,
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.
Un viejo acurrucado tiembla y tose
cerca del fuego; su mechón de lana

la vieja hila, y una niña cose
verde ribete a su estameña grana.
Padres los viejos son de un arriero
que caminó sobre la blanca tierra
y una noche perdió ruta y sendero,
y se enterró en las nieves de la sierra.
En torno al fuego hay un lugar vacío,
y en la frente del viejo, de hosco ceño,
como un tachón sombrío
—tal el golpe de un hacha sobre un leño—.
La vieja mira al campo, cual si oyera
pasos sobre la nieve. Nadie pasa.
Desierta la vecina carretera,
desierto el campo en torno de la casa.
La niña piensa que en los verdes prados
ha de correr con otras doncellitas
en los días azules y dorados,
cuando crecen las blancas margaritas.

 

 

 Los álamos del Duero


Comentario del fragmento V de “Campos de Soria”

    La forma general del poema es la descripción de una escena en un hogar campesino, pobre y triste, dominado por la presencia mortal de la nieve. La nieve aparece de hecho nombrada cuatro veces, marcando una suerte de pulso fatal, que es el de la rememoración de un ausente. La descripción empieza por el entorno, primero interno (el mesón, con el hogar y la olla), luego externo (el campo donde corre el viento y cae la nieve). Enseguida aparecen los personajes, descritos en grupo y sumariamente, pero con rasgos certeros. Sigue un breve pero central fragmento narrativo, por el cual nos enteramos de la tragedia que ha golpeado a la familia. Luego los personajes son retomados uno por uno en sus actitudes y tratando de penetrar en sus pensamientos.
      El poeta no se nombra a sí mismo; es un testigo que no lo sabe todo de sus personajes: por ejemplo, no nos dice si la niña es hija de los viejos o si es hija del muerto, aunque parece dejarnos suponer lo segundo.
      La métrica del poema consiste en una serie de endecasílabos con rima consonante alternada (salvo en los cuatro iniciales, con rima abrazada), entre los cuales hay dos heptasílabos (versos 6 y 19), que aparecen en momentos claves de la composición, como vigoroso recurso expresivo. La acentuación de los versos, en cuidadosa relación con la marcha sintáctica, revela gran atención al ritmo; hay una proporción bastante alta de endecasílabos con acento en 4ª y 8ª sílaba (que no es la forma más común de este verso) y en 4ª y 6ª, ambos muy rápidos, alternando con otros de paso más lento (como el de acentos en 3ª y 6ª). En los seis primeros versos, tenemos:

La nieve. En el mesón al campo abierto    (2ª, 6ª y 8ª)
se ve el hogar donde la leña humea           (4ª y 8ª)
y la olla al hervir borbollonea.                  (3ª y 6ª)
El cierzo corre por el campo yerto,           (2ª, 4ª y 8ª)
alborotando en blancos torbellinos           (4ª y 6ª)
la nieve silenciosa.                                    (2ª)

    En otros lugares se advierte cómo la acentuación y la rima están estrechamente vinculadas con el sentido y con el sonido de las palabras, subrayando las más significativas; así (versos 17-20):

En torno al fuego hay un lugar vacío,    (2ª, 4ª y 8ª)
y en la frente del viejo, de hosco ceño,  (3ª, 6ª y 8ª)
como un tachón sombrío                           (4ª)
–tal el golpe de un hacha sobre un leño –.   (3ª, 6ª)     

    Con el ritmo rápido del verso 17, que parece evocar el viento de afuera y la nieve arremolinada, contrasta el rallentando del 18, reforzado por la suma de un acento en 6ª y otro en la 8ª sílaba, y por el heptasílabo siguiente, que parece congelar la mirada sobre esa frente, herida por la fatalidad. El verso 20 despliega la terrible imagen, pautada con fuertes marcas rítmicas regulares, semejantes a las del 18. Nótese además que la frase entre guiones parece trunca, aunque de hecho depende del mismo verbo (“hay”) del verso 17. Esta brusca suspensión de lo que parecía un período sintáctico más amplio, sin duda contribuye a dar la impresión de algo frustrado, roto, partido: el poeta ha logrado que la sintaxis (en íntima relación con la métrica) resulte expresiva y acompañe el efecto de sus palabras e imágenes.
   Repasemos ahora los diversos planos de expresión. Ante todo, el léxico. Éste es del todo concreto: no hay un solo sustantivo abstracto, los verbos en general atañen a la vista o al oído, la adjetivación (bastante parca) se refiere sobre todo a colores y sonidos. Llama la atención la reiteración de ciertas palabras: “nieve”, ya mencionada, y aun más “campo” (cinco veces, versos 1, 4, 7, 21 y 24), aunque ésta tiene menos relieve que aquélla. Sobresalen mucho, en cambio, palabras como “fosa” (verso 8) y “tachón” (19), inesperadas dentro de su contexto. Los personajes son mencionados genéricamente: el viejo, la vieja, la niña. Se repite también el adjetivo “desierto” (versos 23-24) y un poco antes, siempre en relación con “campo”, hay una figura etimológica no menos expresiva: “pasos sobre la nieve. Nadie pasa”. Al final, el único diminutivo del poema: “doncellitas”, anuncia la nota tierna del cierre, un tímido rayo de esperanza en el oscuro cuadro invernal. También en esta parte final aparecen colores vivos (“verdes prados”, “días azules y dorados”), siempre en relación con la niña, como también los únicos matices alegres de la parte central (“verde ribete a su estameña grana”), sobre el imperturbable fondo de blancura y de oscuridad. Las “blancas margaritas” últimas evocan esa misma albura de nieve, pero transformada ya en nota de alegría. Si atendemos a los verbos de movimiento, encontramos también una correspondencia: al comienzo, el viento corre (v. 4); al final, corre la niña (v. 26); en el medio, tenemos el caer de la nieve (v. 8), el caminar del arriero perdido (v. 14) y los pasos inútilmente esperados (v. 22). Esta lentitud o pasividad acompaña la quietud irremediable de los viejos.
      Como en toda la poesía de Antonio Machado, en este poema se asigna especial importancia a la sonoridad y sobre todo a la aliteración. Es necesario tener en cuenta que la repetición de sonidos semejantes adquiere mayor relieve por contraste. Así, la s es una consonante frecuente en castellano, pero en los primeros versos del poema (1-5) casi no aparece ninguna, salvo la de “mesón” y las imperceptibles del plural en “blancos torbellinos”. Por eso impresiona tanto la aliteración de “la nieve silenciosa” (v. 6), reforzada por el brusco heptasílabo, que quiebra el paso ágil de los versos anteriores. Se diría que la s es la “letra fatal” de este poema, según se advierte por la rima que corresponde al verso citado (v. 8): “cayendo está como sobre una fosa”, con inesperada comparación que anuncia tragedia, y aun más en la emocionante aliteración del v. 22, combinada con figura etimológica y aun reforzada por la implacable puntuación: “pasos sobre la nieve. Nadie pasa”. Otras aliteraciones muy perspicuas son la doble del verso 3: “y la olla al hervir borbollonea”; la de rr en los versos 13-16 (“arriero”, “tierra”, “ruta”, “enterró”, “sierra”, reforzada por la rima) y la de ch en los versos 19-20 (“tachón” y “hacha”). Tampoco es ajena a este recurso la repetición casi obsesiva de “campo”, cuyo sonido parece tener algo de inexorable. Por eso al final se la evita, reemplazándola por la más alegre de “prado” (v. 25).
     Frente a la riqueza de sonoridades y a la riqueza de imágenes (ya dijimos que no hay una sola abstracción en todo el texto, de modo que todo es sensorial en él), llama la atención la falta, sin duda deliberada, de metáforas originales, con las únicas excepciones, casi invisibles, de “el cierzo corre... / alborotando en blancos torbellinos / la nieve...” y “se enterró en las nieves”. Sólo hay dos comparaciones reales, ambas muy significativas y puestas en lugares estratégicos del poema (versos 8 y 19-20). También es muy llana la sintaxis; apenas se nota algún hipérbaton, muy moderado, en los versos 8 y 13.
      Este fragmento es parte de una serie de nueve, bajo el título común de “Campos de Soria”: poema que a su vez integra el segundo libro del autor, Campos de Castilla, publicado en 1912. Aunque la voz del poeta es siempre reconocible, este volumen contrasta con el anterior, Soledades, por una temática centrada en la tierra y sobre todo en una tierra, Castilla. Machado, en estos años esenciales y trágicos de su permanencia en Soria, entraba de lleno en lo que constituye el leit motiv más característico de la llamada “Generación del 98”: la mirada puesta en la patria y en lo esencial de esa patria, el paisaje castellano, de donde habían salido hace siglos el idioma y la grandeza de una España que ahora se veía abatida hasta la miseria extrema. Miseria interior, en abrumador contraste con la riqueza de la Europa industrial (Francia, Alemania, Inglaterra...), pero además reflejada en lo externo por la pérdida de las últimas colonias de ultramar: Cuba y Filipinas. Se había acabado del todo aquel “imperio en que no se ponía el sol” del siglo xvi. Los españoles veían hundirse a su nación y querían salvar (como dijo Unamuno) la España que cada uno llevaba dentro. Machado nos ofrece aquí una imagen nítida de su España profunda: una familia pobre, triste, abatida por una pérdida irreparable, rodeada por el campo, donde todo está yerto, blanco, helado y desierto. Solo en el alma de la niña alumbran, tímidamente, los colores de una ilusión que espera, como dirá Machado en otro poema esencial de este libro, “otro milagro de la primavera”.