viernes, 28 de diciembre de 2012



Ninguno

Algo casi terrible descubrió sin querer una alumna, mientras leíamos la Odisea. Cuando Penélope, con aire distraído, le dice a la vieja Euriclea que mueva la cama de Odiseo, éste (o mejor dicho, el desconocido que acaba de ensangrentar el palacio) dice, visiblemente contrariado, a la reina: “Ninguno puede mover esa cama”. Recordemos que la cama es inamovible porque está arraigada a la tierra, construida sobre el pie de un enorme olivo, y que las palabras de Penélope son una prueba última de la identidad del héroe. Pero ocurre que éste, en la gruta de Polifemo, se hizo llamar precisamente Ninguno (aunque con un mañoso cambio de acento, oûtis en lugar de oútis, que los traductores suelen escamotear). Sólo él puede moverla, sólo él... que ya no es tampoco Odiseo. Penélope dice: “Sé muy bien cómo eras cuando partiste hacia Ilión en la nave de largos remos...” ¿Qué significa esa frase tortuosa? ¿Que el hombre está tan cambiado que apenas se lo reconoce? ¿O que todos saben que es un impostor, pero le temen demasiado como para confesarlo? ¿Será el desconocido apenas la sombra, el fantasma de Odiseo, escapado del Orco? Después de todo, hasta allí había bajado el héroe, en busca del futuro... ¿Quién sale vivo y entero de esas honduras?
Oåtij emo‹ g' ×noma. Yo me llamo Nínguno —dice el antiguo texto.




Nínguno

“¿Quién eres entre los mortales,
tú que has dicho llamarte Nínguno?”

Acaso el eco de la cueva enorme
de Polifemo me hizo la pregunta,
o el aire entre las palmas de la costa
donde perduro tras el largo viaje.

Me es difícil saberlo. Alguna vez
me devuelve una música a mis días
o el susurro del viento frente al curvo
horizonte o el brillo del oleaje;
pero todo ha quedado ya tan lejos
que no sé dónde estoy, y el mar es ancho.
Yo era aquel que Penélope
reconocía, aunque confieso
que viviendo con ella yo pensaba
en otras, siempre. Todo quedó atrás,
tan lejos que no sé de dónde vengo.
Me he perdido a mí mismo en tantos mares.
¿Cómo podré volver, si no me encuentro?
La música que nombra lo que he sido
me parece una sombra del silencio.
Silencio de los muertos, que hacen larga
la noche que me habita. Pero al cabo,
en esta playa extraña
a la que poco a poco me he habituado,
distraído, entregado a mis labores,
casi olvidado de mí mismo, veo
Ítaca entre la bruma,
dorada por un sol que no ha salido,
la casa
que en un rincón de la memoria
suelta su aroma antiguo, inalcanzable.
 

miércoles, 26 de diciembre de 2012





Al oír Der König in Thule,  
de Goethe, con música de Schubert


Compadécete, oh Dios. Tú la creaste
con música en el alma, alma que aspira
al cielo por el arco y por la lira,
alma que ve porque a la luz la alzaste.

Y no le basta el sol sobre las hojas
de un solo día. Muchos soles quiere,
y más, tras el ocaso que la hiere,
tras el invierno con que la despojas.

Quiere, sí, tras el sol y tras el beso
otro beso, otro sol. Su melodía
no se sacia jamás, busca otro día
tras la noche siniestra y sin regreso.

Le diste el duelo, el llanto y la locura.
Compadécete, oh Dios, de tu criatura.

lunes, 24 de diciembre de 2012




Despedida a los alumnos del profesorado de Lengua, promoción 2012
Amables colegas, queridos alumnos y ex alumnos:

            Cuenta la historia que Platón, tras la muerte de Sócrates, desesperado de su ciudad natal, viajó a la corte de Dionisio, tirano de Siracusa, con la esperanza de influir en él y poner en práctica sus ideas. Después de diversos intentos, en el último de los cuales estuvo a punto de perder la vida, regresó a Atenas y fundó allí una escuela de filosofía, la Academia. Si la historia, como la fábula, ha de dejar una enseñanza, cabe preguntar qué nos enseña ésta. Quizá Platón, tras el fracaso de su intento siciliano, comprendió que era imposible para un filósofo aconsejar a un político, puesto que gobernar es para éste (según explicaría Machiavelli casi veinte siglos después) el arte de combinar la violencia con el engaño. Quizá pensó también que educar a los jóvenes prometía más, porque a éstos todavía les interesa más la filosofía que el dinero. Y escribió libros, venciendo incluso sus propios prejuicios, quizá porque advirtió que la escritura invita a la reflexión de un modo más detenido y penetrante que las “aladas palabras” de la lengua oral. Platón no ignoraba que se enfrentaba a los más célebres y mejor remunerados maestros de entonces, los sofistas. Lo hizo deliberadamente, porque también él tenía cosas que defender. Es de suponer que no le habrá importado tener poco público; en su diálogo Gorgias dirá que la sofística es dulce, pero enferma, y que la filosofía es amarga, pero cura. En el Protágoras, nos muestra a un joven que despierta de madrugada a Sócrates para que lo acompañe a la casa del viejo sofista, pero que, ante las preguntas del filósofo, exhibe una profunda ignorancia acerca de lo que espera aprender del presunto sabio. Ese joven, como tantos, no sabe qué es lo que busca, pero está dispuesto a pagar para conseguirlo.
            Creo que el gesto de Platón es el más claro precedente de lo que luego hemos entendido por educación. Una tarea de alta política, que intenta promover ciudadanos creadores y críticos, no reproductores de esquemas ajenos, ávidos de ocupar los lugares ya preparados de la escena. Una tarea, en fin, de construcción. Construcción del espíritu, esa palabra tan antigua, tan perfectamente impolítica hoy, pero que representa la energía creadora de los hombres, aquello que en última instancia nos diferencia del lobo, del buey, del buitre, del reptil, del gusano y aun de nuestro íntimo hermano el chimpancé. El espíritu no es un fantasma ni una sustancia que implique alguna creencia en el más allá, sino el origen de todo lo que puede dar sentido a nuestra precaria existencia. El espíritu se opone al mercado: le importa más la calidad que la cantidad, prefiere el olor de la rosa a la venta de rosas, le interesa la diferencia entre dos acordes o entre dos sinónimos. El espíritu es la patria profunda, el hogar íntimo; de allí partimos, en la primera juventud, con ímpetu de aventura, desafiando lo desconocido. El regreso y su dolor, que se llama nostalgia, se nos imponen al final del camino. En medio del infortunio, en medio de prodigios y horrores, la patria nos llama como un sabor antiguo, modesto e inconfundible.

                    Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
                    Lloró de amor al divisar su Ítaca
                    Verde y humilde...
           
            El espíritu, si se me permite la paráfrasis, es también esa isla “de verde eternidad, no de prodigios”, adonde fatigosamente regresamos. Agrego que nuestra época, tan rica en invenciones técnicas, es pobre en bienes espirituales; tenemos al alcance todos los libros, pero rara vez leemos uno; nos vemos y hablamos a distancia, tenemos calor en invierno y frío en verano: lo que no es poco; pero no sabemos qué hacer frente a la angustia y frente la muerte, salvo tratar de no pensar en ellas.
            La Academia de Platón era ante todo un refugio; era el “lugar apartado” donde las fábulas sitúan siempre la iniciación, el descubrimiento, el principio. También era un lugar de resistencia, frente a la sofística dominante. En alguna medida, para muchos, esto ha seguido siendo el aula escolar o universitaria: un refugio y un puesto de resistencia. Hoy por hoy, ¿en qué otro lugar se puede hablar de literatura, de matemática, de historia o de filosofía? En el resto del mundo, sin excluir la mesa familiar, sólo se puede hablar de lo que aparece en televisión. Sólo se puede hablar, en efecto, de apariciones, o de apariencias. Sólo se puede hablar de las sombras que aparecen sobre el fondo de la caverna, donde estamos encadenados desde la infancia. Resistir a ello no es fácil, ni resistir a la sofística que también hoy, como en la vieja Atenas, impera, categórica y bien remunerada. Los sofistas de hoy manejan canales de televisión y publican periódicos y libros que se venden bien, con apoyo de la publicidad; los medios han cambiado, no los fines. La escuela, nuestra actual Academia, debería ofrecer también a sus alumnos (a los que se alimentan de ella) un refugio, un lugar distinto del infierno cotidiano, de la città dolente donde reinan la brutalidad sin escrúpulos, la trivialidad sin remedio, la mentira hecha respiración.
            En este entorno, es claro, la escuela está desencajada. Parece que al maestro le quedan dos alternativas; una, relativamente cómoda, es adaptarse a los tiempos, a riesgo de renunciar a su cometido; otra, absolutamente incómoda, es tratar de defender sus fueros. Escuchando relatos de ex alumnos que hoy son docentes, veo también que a menudo deben situarse en un lugar intermedio, no menos inquietante. Es bueno meditar, en todo caso, sobre qué cosas estamos dispuestos a negociar y cuáles queremos defender, aunque sea en un angosto desfiladero, expuesto a la arremetida de los bárbaros. “Honor a aquellos que en su vida / custodian y defienden sus Termópilas”, escribía Kavafis. “Y más honor merecen todavía / los que prevén (y muchos lo prevén) / que al fin Efialtes aparecerá / y que los persas pasarán al fin”. Esto último, si fuera verdad, no debería entristecernos; en el reino del espíritu, importa más la actitud que el resultado. Aunque el calentamiento global o la locura colectiva nos amenacen, importará siempre hacer nuestra siembra. Si tenemos amor por la palabra, habremos logrado algo; no importa que se pierdan nuestros nombres y la memoria de nuestros hechos, si se salva nuestra palabra, por modesta que sea. Suelo imaginar la tarea de un poeta oral de los Tiempos Oscuros de Grecia; un borroso heredero de viejos cantares sobre la guerra de Troya y el regreso de los aqueos a la patria; él los repite para los niños, o para los campesinos analfabetos, sin saber bien por qué; siente solamente que ésa es su misión y que debe cumplirla. Gracias a él se salvará algún verso, que siglos más tarde sabrá aprovechar Homero. Toda una vida trabajosa, para salvar un verso, o quizá un epíteto o dos: Agamenón rey de hombres, Héctor domador de caballos. Así es como se forja el lenguaje, que es la sede del pensamiento. Así estamos seguros de dejar algo a los que vendrán. Nuestra existencia es efímera, nuestra tarea incierta; la palabra es indestructible. El viento borrará las pirámides, pero no a Heródoto; la lluvia terminará de roer los foros de Roma, pero no a Horacio. El oro del saber se guarda repartiéndolo, permitiendo que se vuelva a acuñar; el buen vino de la poesía se preserva invitando a todos al banquete. En la economía del espíritu, sólo cabe el derroche. No nos resignemos a la mediocridad. Pensemos que todavía hay caballeros andantes en el mundo. Defendamos, como el viejo Platón, aquello por lo que hemos vivido.
            Queridos amigos: buena suerte y hasta siempre.

Concordia, 20 de diciembre de 2012